Cuando se habla de Latinoamérica se piensa de manera
desmesurada. Es que, por su propia densidad y exuberancia, no hay manera distinta
de abordarla. Ella se nos viene encima como desbocada manada de búfalos. De
caballada salvaje sin límites visibles. Se piensa en belleza y horror al mismo
tiempo enrevesado. Asalta en lo prosaico y en su magia cósmica, en lo pedestre
y en lo excelso. Todo ello amalgamado. Latinoamérica es continente de historia
inmensa, es Amerindia nacida treinta mil años antes del falso 1492, arrojada
desde aquella profundidad a un tiempo futuro de infinito colorido, de saturante
heterogeneidad, de infinita riqueza natural, geográfica, vegetal y animal, en la
que estamos nosotros, sus seres humanos. De modo alguno fueron Colón y aquellos
aventureros del Siglo XV quienes han, pretendidamente, descubierto este
continente inmenso. Lo descubrieron ellos, ignorantes de su preexistencia, es
posible. Pero su ilimitada existencia era por sí misma tan conocida y epifánica
desde que la Pangea comenzó a desmembrarse. Pero también, resulta que, con el
tiempo, los latinoamericanos llegamos a saber además que somos nosotros mismos
los que todavía no terminamos de descubrirnos. Nos han llenado de judeo
cristianismo, pero esas religiones y creencias que nos trajeron, las hemos
acomodado con las de nuestros pueblos originarios, en una argamasa hecha de
altares con apachetas, cruces con serpientes, pumas y cóndores, Dios con Inti,
y ha nacido así un mundo de deidades y santos con formas de Cristos, chamanes,
pais, umbandas y sacerdotes paganos, pariendo un extraño coctel esotérico que
nos tiene atrapados, y que, religión al fin, no nos deja pensar con sensatez. Latinoamérica
es de una inmensidad en la que por alguna decisión cósmica se han juntado
realidad y fantasía, coherencias con contradicciones, las peores estulticias
con genialidades, mundos tangibles de huesos, lluvias, carnes, sangres, caminos,
sexos ardientes y perfumes, con otros fantásticos, en que los seres y los
paisajes están hechos de espíritus y ficciones, que a veces son más reales que
los tangibles, y otras éstos, menos que aquéllos. La bondad más elevada tiene
su lugar a la par de la maldad más voraz. El placer más jubiloso de la mano del
dolor más cruel. El odio acérrimo y el amor infinito. Todo, y todos, convivimos
en el mismo espacio, en el mismo continente, que tampoco quiere tener límites.
Porque Latinoamérica y su desmesura no termina en el Pacífico, ni en el
Atlántico, tampoco en el Canal de Beagle ni en el Río Colorado. Latinoamérica
se extiende por todo el mundo, asoma y conquista en el norte y en el sur, y es
apetecida y expoliada en el norte y en el sur. Porque todos, en cualquier lugar
del planeta, quieren habitarla y consumirla, penetrarla y devorarla, saben de
Latinoamérica y la piensan y la desean desaforadamente. Desesperan por
poseerla, aman el samba carioca, el tango sensual, la música andina hecha de
viento, la cueca chilena, la guarapa y la guajira, el joropo y el merengue
venezolanos, el son y el ballenato colombianos, se excitan con la cumbia, el
bolero y la rumba, el cancionero federal y la milonga porteña, caen bajo el
peso de su cadencia mortal, y de su mágica fascinación. Se embelesan con la
desmesura mexicana, aman a Frida Kahlo y se pierden caminando en los murales de
Diego Rivera. Navegan en el Riachuelo de Quinquela Martín, sufren con los
dolores de Cándido Portinari, bailan en la Cuba tenaz con los arlequines de
Portocarrero, brillan con las flores de Juan Francisco González, danzan con
Carlos Quizpez Asin, se pierden en los paisajes de Arturo Calixto Borda,
descifran los rostros de Oswaldo Guayasamin y de Arturo Michelena, se embriagan
con Fernando Botero. Los latinoamericanos somos dueños del realismo mágico,
como se ha adjetivado desde el hechizo de las letras. Borges descansa, después
de embelesarnos, frente a una piedra que dice And ne forhtedon na; García
Márquez inventó oler jardines desde papeles impresos, Vargas Llosa en un tiempo
fue revolucionario, y Julio Cortázar, inventó que escribir puede ser un juego
lleno de felicidad. Cada uno en las antípodas de sus antípodas, admirados y
envidiados en la Europa todavía monárquica y decadente, patrocinadora de
genocidios, en Asia insurgente que avanza sin parar, reconocidos. ¿Quieren
selvas? Ahí les damos el Mato Grosso y la Selva Misionera. ¿Quieren ríos? Ahí
les va el Orinoco, el Paraguay, el Paraná y el de La Plata. Húndanse en ellos.
¿Nieves? Les damos las eternas desde la Antártida hasta los glaciares y
ventisqueros del sur patagónico, hasta las altas cumbres mendocinas. ¿Mujeres?
Ahí están Juana Azurduy, Macacha Güemes, María Remedios del Valle…, y les damos,
para que se cansen y no vuelvan más, el misterioso Machu Pichu. Todo, para que
les admiren y disfruten por un tiempo. No pretendan domesticarnos. ¿Quieren
quedarse? Tal vez les demos permiso. Háganlo, pero deberán tomar tequila,
pisco, vino fuerte, chicha y mate, ver de lejos a nuestras valientes mujeres, quemarse las
entrañas con chiles, tacos, empanadas, chorizo y chotos, y saciados, quedarán
maltrechos a nuestra disposición.