martes, 13 de febrero de 2024

DIVAGACIONES EN TIEMPOS DE PANDEMIA

Estamos a poco más de un mes que se cumplan cuatro años del día en que se dispuso el aislamiento preventivo obligatorio por la pandemia. La famosa cuarentena. Covid-19. Un nombre que partirá épocas. Me asaltan recuerdos. Me dediqué casi a diario a contestar pedidos de represores que, aprovechándose de esa emergencia, querían irse a sus casas. Les vino bien la pandemia de coronavirus. Son viejos criminales que aprovechan cualquier rendija del azar para eludir los enjuiciamientos y la prisión. Para buscar impunidad. A diferencia de los presos comunes, que caen en las redes del sistema, condenados desde el nacimiento, por el azar del lugar en que los parieron y la injusticia social, esos viejos criminales sí merecen los juicios y la prisión, porque éstos son el sistema. Todo ser humano desea la libertad. Pero si hay quienes no la merecen son esos viejos criminales que primero la han negado a pueblos enteros. Torturado, asesinado, desaparecido, apropiado niños, crímenes cometidos en cantidades escalofriantes. Eran tiempos de buscar refugios. Retomaba entonces un estudio sobre criminología, leía a Máximo Sozzo. Y releía a Alessandro Baratta. Y también una novela de Rubem Fonseca. Textos de distintas selvas. Pero todos tienen que ver con el drama humano. El nombre de Fonseca estaba en mi catálogo mental, pero nunca lo había leído. De pronto un día feriado de aquellos de aislamiento me enteré de su fallecimiento. Se murió en plena cuarentena. Se le paró el corazón. Lo busqué. Su más famoso libro, encontré, es El caso Morel. Estuvo prohibido en Brasil durante su dictadura. Lo googleé, o googlié, no sé cómo se escribe esa palabra, voy a argentinizarla: lo guglié, y lo encontré. Era de bajada libre. Lo hice. Empecé a leerlo. También estaba leyendo El blanco móvil, de Ross Macdonald. Éste lo agarré, recuerdo, después de haber terminado Sol de mayo, un policial del italiano Antonio Manzini. Aparte de escribir largas peticiones buscando que los genocidas sigan presos, dividía esos días en leer criminología, la novela de Fonseca y la de Macdonald. Baratta había muerto hacía casi veinte años, dejó un análisis criminológico difícil de superar sobre el sentido del derecho penal, del sistema penal. Qué es el delito. Quiénes son criminales. Para qué sirve el encierro. Para qué sirve el sistema penal. Son cosas que me pregunto desde mis primeros estudios de derecho penal. Sozzo es un erudito en la materia. A veces pienso que se extiende en dimensiones oceánicas buscando explicar lo que solo tiene un sentido. Los más fuertes oprimen en provecho propio a los débiles. Darwin. En los trabajos de Sozzo son más extensas las citas de autores y bibliografías que sus propios desarrollos teóricos. Fonseca en cambio es breve y preciso como un latigazo, me acelera el pulso, hace por momentos que me erotice. Cita a Camus: la vida es nacer, coger y morir. Fonseca se me revela como un sacerdote que corre telones y muestra los animales que nos anidan. El placer. Ese único objetivo. En El blanco móvil, Lew Archer, su detective estrella, fue contratado por la esposa de un magnate extrañamente desaparecido, para que lo encuentre. Macdonald siempre estuvo a centímetros de alcanzar a Raymond Chandler, y aunque nunca lo logró, es casi tan bueno como él. Las mejores novelas policiales yanquis de los cincuentas se desarrollan en California. En Los Angeles y en Las Vegas. Y son todas iguales. Detectives venidos a menos, losers, contratados por millonarios para encontrar a alguien que se hizo humo, o lo hicieron humo. A veces carne picada. Pero son excelentes, no por la historia sino por la forma en que esos hijos de puta escribían. Hoy tenemos a otros, impresionantes, como los suecos Henning Mankell, Asa Larsson, Stieg Larsson; los italianos Maurizio De Giovanni, Antonio Manzini. Otros suecos que recuerdo ahora, Michael Hjorth y Hans Rosenfeldt con su impecable serie del investigador psicólogo Bergman, y Tove Alsterdal, una periodista que de pronto se dedicó a la narrativa policial y los está matando a todos -en sentido literario, digo-. Giros creativos sorprendentes del género policial. ¿Qué tienen los suecos que revolucionaron la narrativa policial en los últimos veinte años? Debe ser el frío y la nieve que les sensibiliza las dendritas. En la Argentina hay dos o tres que pueden mencionarse. Pienso en el único que es el mejor de todos, Rodolfo Walsh. Hay otros, pero no llegan. En aquella pandemia, la del 2020, los días en blanco me dejaba llevar por senderos aleatorios. Literatura policial. Criminología. Fonseca, que abunda en depravaciones y situaciones criminales. Y estaba Netflix. Buscaba series o películas policiales. Muchas hay buenas. La mayoría basura yanqui de coches persiguiendo coches, algunos que se desbarrancan, otros chocan y dan vueltas por el aire, abundancia de disparos, de muertos, de héroes inverosímiles, los malos son rusos, latinos y musulmanes, ellos son buenos, valientes, lindos y se quedan con las chicas rebuenas que uno sabe de entrada quiénes serán. Algunas series valen la pena de tener el culo metido en el sillón dos o tres horas por día hasta que terminen. Breaking Bad. Fargo. Marcella, pero ésta es inglesa, impecable. Los ingleses son piratas, ladrones, criminales, pero son reputísimamente buenos en la producción de películas policiales, distintos a los insoportables yanquis, que hasta son ridículos. ¿De qué experimento genético salieron los yanquis? ¿Y nosotros? ¿De dónde salimos nosotros? Somos un país la mitad patriotas, que queremos justicia social, construir un país potente, solidario y sin esclavos, y la otra mitad hecha de tres tercios: un tercio de brutos violentos hijos de puta, un tercio de idiotas con sus cerebros quemados por los medios y el restante tercio de cerdos rellenos hasta la nariz de guita, que solo piensa en sus estómagos y sus culos cagando en inodoros inteligentes y lavándose las manos en grifos de oro en Punta del Este y Miami. Me pregunto por qué me sobrevinieron de pronto el recuerdo y las divagaciones de aquella pandemia y cuarentena, próxima a cumplir su cuarto aniversario. Y me golpea una espontánea e inquietante respuesta: porque estamos inmersos hoy en una nueva pandemia. Más peligrosa que la que produjo un virus. Y por eso divago otra vez impotente, buscando refugio.

1 comentario:

  1. Se nos está haciendo muy difícil esta pandemia de la impunidad, la codicia y la inoperancia.

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