¿Qué otra cosa somos, sino locos a la deriva en un
desconocido camino?
A la memoria de Raymond Chandler
I.
Cuando un abogado ingresa a una sala de tribunales, en la que sabe que en
pocos minutos habrá de empezar un juicio del que forma parte, lo que espera
encontrar es la rutina de los preparativos. Personal acomodando micrófonos,
auxiliares repartiendo expedientes en el estrado o acomodando vasos con agua
frente a los lugares que ocupará cada magistrado, familiares de la víctima o
del imputado en las primeras filas empujados por la ansiedad, un policía parado
en un rincón haciendo nada. Tal vez algún colega de la contraparte repasando
cansino algunos apuntes. Esas cosas. Pura rutina.
II.
Ese día, que pudo ser cualquier otro, cuando abrí la puerta de la sala
cuarta, en el cuarto piso del edificio al que llaman palacio, fue distinto.
Encontré un amplio salón vacío, en agobiante silencio, a media luz y frío como
si hubiese abierto la puerta de una sala de autopsias. Pasada la consternación
advertí que en realidad estaba equivocado, la sala no estaba totalmente
deshabitada. En la segunda fila del ala izquierda de bancos,
próximo al pasillo central, había un hombre sentado, enfundado en un grueso
abrigo gris, inmóvil. Tenía la cabeza gacha. Se lo veía adormilado, como
resignado. La imagen perfecta de
alguien esperando justicia, me dije. Me acerqué cauteloso por el pasillo.
En las salas de los tribunales nunca se sabe quién es amigo o enemigo.
III.
Aunque mis pasos rebotaron quebrando el silencio, no hicieron mella en el
sueño profundo del hombre. Ya a su lado saludé con la intención de despertarlo.
Buenos días. El hombre no contestó.
Sería algún familiar de la contraparte, pensé. Llegó temprano y se quedó
dormido. Me senté del otro lado del pasillo, a la misma altura. Abrí la carpeta
del caso que me esperaba, buscando repasar algunos puntos hasta que apareciese
alguien que le diera vida al teatro. Volví a observar al hombre durmiente. Algo
me llamó la atención. Las solapas de su abrigo no se movían. Me levanté, toqué
suavemente su hombro y volví a hablar. Buenos
días. Tampoco así contestó ni se movió. Lo observé atentamente. Mi cara
mudó de la curiosidad a una expresión sombría. El hombre no contestó ni se
movió porque estaba muerto.
IV.
Lo comprobé al examinarle el pulso y luego al ejercer una leve presión en
su hombro. Se fue inclinando despacio hacia el lado opuesto, hasta terminar
por desmoronarse completamente. Quedó acostado en el banco boca abajo como
borracho en una plaza. Pero lo que tenía frente a mí no era el despojo de
ninguna resaca, sino un cadáver en decúbito prono. Por mero impulso de mi
experiencia le toqué la frente. Estaba frío. Había muerto allí. No tenía claro
cuándo. No logró superar la larga espera de la justicia, pensé. Ese día de un mes de mayo sentí, una vez más, que los imponderables y los azares de la vida, como
agazapadas e invisibles fieras, se esconden y nos asaltan de pronto. El momento
y lugar son indeterminables. Juegan con nosotros. Estaba por empezar en ese
lugar y momento un juicio en el que yo atendía a un homicida. Y a mi lado un muerto que no era el suyo.
V.
Mi cliente llegó a este momento de cara o ceca tras una pelea de vecinos que comenzó
dos meses antes del hecho fatal. Fue cuando la víctima, 62 años, judoca, se
mudó al barrio, justo en la finca lindera con la de mi cliente. Éste, de
similar edad, fanático melómano de la música de su época, adoptó la costumbre
de escuchar por las tardes a Los Beatles, Creedence, los Rolling, Led Zeppelin
y otros de su juventud. Pero lo hacía con sus parlantes a un volumen superior a
los cien decibeles. Las diarias discusiones con su vecino, mi cliente, que no
podía dormir la siesta, se iniciaron los primeros días. Desembocaron al poco
tiempo en una furiosa agresión verbal en la vereda, que al rato se convirtió en
gresca a puñetazos y revolcones, con el ingrediente de que mi cliente tuvo la
mala suerte de que, en el cantero ubicado entre las dos propiedades, desde el
que se levantaba un viejo plátano torcido y un cesto municipal para residuos,
reposara contra el árbol (lo desconocido lo puso allí) un trozo de fierro de
construcción. Mi cliente -el azar no tiene contemplaciones-, logró zafar de la
llave de judo a que lo sometía el otro, se apartó tosiendo, ahogado, el
sonidista comenzó a abalanzarse nuevamente sobre su cuerpo, mi asistido vio el
fierro, lo agarró, esquivó la llave de judo que pretendió hacerle su vecino, y
cuando éste quedó de espaldas, mi cliente le descargó un golpazo furibundo que
le cayó al melómano en medio de la nuca.
VI.
El golpe fue con tal virulencia que el fierro se dobló, adoptando la
circunvalación occipital del vecino con una precisión de escultor. El amante de
Los Beatles quedó tendido con la nariz hundida en una de las baldosas de la vereda,
quieto. Según demostraron los de la científica que llegaron más tarde,
definitivamente muerto a partir del mismo momento del certero impacto metálico.
Cráneo hundido con desprendimiento de masa encefálica. De ahí no se vuelve. Los
homicidios están sobrevalorados como hechos criminales premeditados entre
desconocidos. En realidad, en la mayoría de los casos son hechos
extraordinarios entre personas cercanas en que el autor cayó como quien lo hace en
una trampa, por una secuencia de acontecimientos absolutamente imprevistos y
circunstancias azarosas, aparecidas a la mano del futuro imputado, funcionando como medios adecuados que impiden usar la razón y hacen que prive el
arrebato.
VII.
Casi siempre ocurre que, el homicida sentado frente a los fríos seis ojos
del tribunal, jamás, ni por casualidad, se imaginó que alguna vez podría llegar
a estar en esa situación. Haber matado, y de pronto verse sometido al
escrutinio judicial de tres desconocidos sujetos con poder, que en poco tiempo
decidirían sobre la suerte del resto de su vida. Algo que casi todos imaginamos
como lejanos guiones de películas. Pero los caminos que caminamos son desconocidos. Ese era mi caso del día, la defensa penal de
Matienzo Lunati, así se llamaba mi imputado. El día en que entré y me encontré con una
fría sala desértica, cuyo único habitante era un desconocido cadáver, y el
cadáver no era el que había producido mi defendido. Primero me sentí inmerso en
una ola de perplejidad. Pero enseguida -mis reflejos de abogado lo explican- preví
que en cualquier momento se abriría una puerta e ingresaría un funcionario, un
empleado, algún policía. Y yo ahí, parado, al lado de un muerto más o menos
reciente, ajeno a mi caso, y con mis huellas digitales en su frente. Las
dendritas de mi cerebro comenzaron a relampaguear. Solo una cosa se me presentó
clara e imperiosa, tenía que salir de allí inmediatamente.
VIII.
Pero no tuve tiempo para ejecutar
mi propósito. No había terminado de cavilar ante la extraña situación, cuando se
abrió una de las puertas laterales del estrado, por la que comenzó a entrar un
montón de gente, como un caballar al que se le abre la tranquera. Primero el
personal auxiliar, luego los funcionarios; mi cliente y por último, los tres
jueces del tribunal. Los técnicos se dedicaron a ajustar el equipo de sonido, comprobar
el funcionamiento de los micrófonos y a acomodar el proyector que enfocaba a
una pantalla portátil. La prosecretaria, que llevaba veinte años de funcionaria
y que jamás había logrado un ascenso desde que llegó a esa jerarquía en el
tribunal, hacía ya ocho años. Rondaba los 42 años, gruesa, de andar impulsivo y
movimientos rápidos y precisos, que era difícil desentrañar si se trataba del
producto de su natural personalidad o de la consecuencia de un enojo denso y
acumulativo que la carcomía por la postergación. Cargaba con los seis cuerpos
del expediente, un montón de papel quitado a la naturaleza, que componían más de
mil fojas donde estaba atrapado mi cliente. El secretario, delgado, terno gris
perla, fina corbata coloreada sobre camisa celeste, bigotitos italianos y
peinada aplastada que en los años cincuenta le decían a la gomina. Era joven y
podía imaginarse que apenas habría superado los treinta años. Dueño de la
prepotencia típica de novato premiado con jerarquía nepotista, que le sobraba
de las mangas de la camisa y del ruedo de sus pantalones. Petulante y engreído
como senador yanqui. Ingresó mirando a nadie. Tampoco al muerto que seguía
plácido en su sueño eterno. Sus ojos no podían rebajarse a la indeseable vista de
los súbditos. Era un sustantivo, más allá de todo adjetivo calificativo. Se
sentó a su atril de amanuense, apartó el micrófono con desprecio -los dioses no
se comunican con los mortales- y clavó su vista sobre unos apuntes que comenzó
a garabatear. Rayones, cruces y redondeles abstractos, pretendiendo resaltar
párrafos para impacto de la audiencia. El público comenzaba a poblar la sala. Luego
de unos segundos de incómoda quietud apareció el fiscal. Mediana estatura, delgado,
tez mate, nariz ganchuda, entrecano, de desplazamiento reptiliano. No tenía
boca sino un tajo horizontal. Sobre el extremo superior se juntaban dos
pequeños orificios negros. Sus ojos. Si hubiese que pensar en un animal era una
serpiente yarará, con una diferencia, la yarará es menos venenosa. Se sentó y aproximó
su escritorio. El mundo debía ir hacia él y no al revés. Estaba acompañado por
una secretaria anodina e inexpresiva como el dibujo de un niño. Apoyó sus
papeles y se mantuvo quieto como convertido en fotografía. Entró mi cliente
esposado, sujeto por un policía, que lo sentó en una silla ante una mesa. Seguidamente
ingresaron los tres jueces del tribunal. Fue como si lo hiciese un terceto al
escenario teatral para ejecutar una composición musical de cuerdas reproducida mil veces.
Describirlos en detalle resultaría deprimente. Había distintas estaturas, gestos
ásperos, uno particularmente mínimo, edades indefinidas, mejillas desmoronadas,
trajes impecables, peinados estrictos, anteojos y miradas huidizas. Los tres de
caminar cansino, el universo les era indiferente. La sala del tribunal ya casi
llena. El muerto en su lugar. La mitad de los concurrentes familiares de mi
defendido. La otra mitad allegados a la víctima. Yo seguía observando el
escenario desde el pasillo, como si estuviese hechizado. Al lado del cadáver se
habían sentado familiares o conocidos de mi cliente, que ocupaban ese lado de
la sala. Del otro, allegados a la víctima. Silencio. De pronto el presidente
del tribunal, el bajito pelado de anteojos, me miró perplejo:
̶Doctor Giovenco, ¿va a
asistir al imputado o no?
Me sobresalté.
̶ ¡Claro, por supuesto doctor,
perdón…! -exclamé volviendo al mundo, al tiempo que abría la puerta de ingreso
al estrado. Me senté al lado de mi cliente y puse la carpeta del caso sobre el
escritorio.
Declararon tres testigos
ofrecidos por mi parte, dos por parte de la fiscalía. Alegó el fiscal y pidió
condena de diez años de prisión por homicidio simple. Alegué yo buscando
demostrar que fue una legítima defensa, luego de una discusión entre vecinos exaltados
por diferencias de convivencia. Que tomaron demasiado vino, agregué. No
importaron las pruebas ni mi alegato. El trio de cuerdas condenó a mi cliente a
nueve años de prisión, accesorias legales y costas. Dispuso su inmediata
detención y el decomiso del fierro. Se da por terminado este juicio, dijo el
presidente. Se fueron los tres, también el secretario, la prosecretaria, el fiscal y su dibujada asistente,
como si escapasen de una alarma de incendio. Empecé a pensar en el recurso de
casación que me vencería en veinte días. La sala se fue despejando del público,
entre manifestaciones de alegría de los familiares de la víctima y de llanto y
reclamos de los de mi cliente.
El lugar estaba casi vacío cuando
terminé de juntar mis papeles y me dispuse a salir. En la puerta me di vuelta y
miré hacia la segunda fila del ala
izquierda de bancos, allí seguía tumbado el hombre muerto con su grueso abrigo
gris. Me despedí de él con una leve y resignada inclinación de cabeza.
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