NUEVE
INSTANTES DE UN DÍA
I.
Primer
Instante
Amanece.
Principios de noviembre. Abro la puerta y entro en el living. Está en la planta
alta de mi vieja casa paterna, que en realidad fue de mis abuelos. Reciclada y
arreglada tantas veces. Su forma original se ha perdido en el tiempo. Solo sobrevive
en algunas viejas fotos, en álbumes que ya nadie abre. El lugar es amplio. Acá están
la biblioteca, los discos, las películas. Una amplia ventana da al fondo de la
propiedad. Desde ella se ve el jardín. En él hay un parterre que alberga un
viejo y cansado limonero. Otra, opuesta, muestra la imprevisible ciudad.
Estoy
ahora sentado a la mesa. Frente a mí el diario del domingo y la ventana que da
al jardín con sus cortinas abiertas. Puedo ver la claridad del sol despuntar
detrás de los edificios que se reproducen irregulares hacia los barrios del este.
Más allá, bastante más allá, el río. El río de león que desde aquí solo imagino.
Vierto agua caliente en mi mate de madera de algarrobo. Verlo aquí, a esta
hora, en soledad, torneado con forma de pequeño cántaro etrusco, de pie ancho y
fuste delgado, me produce sereno placer y a la vez difusa melancolía.
Branca,
mi gata, se desplaza en silencio bordeando el modular. Se detiene un momento,
huele algo al pie de uno de los cajones, sacude su cabeza. Sigue después su
marcha hacia un lugar que nadie, ella tampoco, sabe cuál será. Como si ese
momentáneo paréntesis jamás hubiera existido. Se detiene otra vez. Mira hacia
el balcón que da al jardín. Parece que observara el viejo limonero. Después gira
su vista hacia la biblioteca. ¿Qué pasará por su diminuto cerebro felino, me
pregunto, al observar el limonero, la biblioteca?
El
titular del diario dice algo sobre la situación política. A esta hora, al
voltearlas una a una, el crujido de las hojas del diario es casi el único sonido
que percibo. Por momentos, cuando inclino el termo sobre el mate, solo se oye el
suave golpe del chorro de agua caliente. Imagino que la espuma, al llegar
peligrosamente hasta el borde, es como un amenazante tsunami para los seres microscópicos
e invisibles que allí habiten.
II.
Segundo
instante
Suenan
impetuosas, a lo lejos, las campanas de una iglesia. Convocan al inasible rito
de la fe. Dar por ciertas cosas improbables. La imaginación nos sostiene. El
sol dio un paso más. Ahora se anuncia más blanco y enceguecedor, al fondo de la
avenida que aprecio en parte, brumosa, desde mi ventana. Branca llega al pie de
su sillón favorito. Ese terminó siendo el destino de su impredecible andar. Alza
la cabeza y lo observa por un momento. Como si necesitara constatar desde el
pie de un cerro que se trata, efectivamente, de su meca. Desde donde estoy veo
sus largos bigotes asomando por los lados de su cabeza. Está ahora más tensa.
Se adivina la preparación para el salto inminente. Los interiores de algún
mueble cedieron. El recóndito crujido convoca una fugaz atención. Reacomodo la
posición de mis pies. Los cruzo, pongo el izquierdo sobre el derecho. Desde el
afuera, el colectivo de alguna línea urbana entrega sus estridencias. Branca, a
punto de saltar, suspende el intento y gira levemente la cabeza.
Cada
nuevo instante puede traer sorpresas. Llamadas inesperadas. Me digo: el
universo entero es un cúmulo de cosas inesperadas. Ayer, un inesperado embarazo
me hizo abuelo. La llamada de mi hijo a la hora de la siesta actualizó el dato
que tenía casi olvidado: Jazmín estaba en su noveno mes de embarazo. El parto
fue natural y exitoso. Sabrina pesó tres kilos cien.
Lo
imprevisto acecha.
El
colectivo se alejó y vuelve el silencio. Doy vuelta otra hoja del diario. Me
asalta el anuncio a página entera sobre las bondades de un supermercado. Me
atrae su diseño y los colores fulgurantes. Está en la página impar. Me ofrece
carnes y verduras a mejores precios. También algunos electrodomésticos. De
pronto pienso en la heladera. Recuerdo que oí el ruido de su motor cuando me
dedicaba a la preparación del mate. Ahora no, está cerrada la puerta de la
cocina. La heladera ahora no existe.
III.
Tercer
instante
Estoy
en el comedor. Arriba. Frente a la ventana. Intento recordar qué productos
tengo en la heladera. Repaso la existencia de algunas botellas, alguna fuente
con restos del pastel de carne de anoche, unos potes con conservas y huevos en
la parte interna de la puerta, pero enseguida me voy del pensamiento sobre ese
lugar. No me interesa. Sigo cebando y tomando mate. Me gusta continuarlo hasta
el final, aunque el agua esté ya tibia y casi desprovista de sabor. Pienso que
al mundo anglosajón le resulta extraña nuestra costumbre matera rioplatense. No
lo entienden. ¿Por qué tomar té usando como filtro una cánula? Cuando la Guerra
de Malvinas, tras la derrota, en la tapa de un diario inglés se publicó la foto
de un grupo de soldaditos argentinos ateridos, amuchados en un imposible frente
de combate, tomando mate. El título lastimoso era “Soldados argentinos tomando
agua de un coco”. Branca da el salto. Ya en el asiento del sillón se encorva. Examina
el limitado entorno a conciencia. Lo huele detenidamente. Amasa con sus patitas
dos o tres veces. Justo en este momento el sol, que ha dado un paso más, envía
un rayo de luz que se desparrama sobre el respaldo del sillón. Branca lo
observa, deja escapar un casi inaudible maullido. Le habla a la luz. Celebra la
inesperada tibieza que le regala el astro y se acuesta. Las dos patitas
desaparecen debajo de su mentón. Enrosca la vaporosa cola alrededor de su
cuerpo y cierra los ojos. Se oye a lo lejos un avión. Su destino, para mí, es
tan desconocido como lo era, hace un rato, el de Branca.
IV.
Cuarto
instante
Mientras
cebo otro mate con las últimas gotas de agua tibia oigo de pronto una estridente
bocina, un rechinar agudo y un grito callejero. Son cercanos. Sorbo el último
mate de la tanda y me levanto. La silla se corre hacia atrás y produce un
chirrido agudo al raspar el mosaico. Sin apuro voy hacia la otra ventana, la
que da a la calle. No sé muy bien por qué lo hago. Me digo que es pura vacía
curiosidad. Un algo mío de fisgón. Sin cambiar de posición, Branca levanta la
cabeza, me mira y maúlla. Esta vez más sonoramente. Aparto la cortina y me
asomo. El sol ahora da con plenitud en mi rostro. Un tumulto de gente se agolpa
en la esquina, sobre la acera. Rodean el cuerpo de una persona que yace
inmóvil. Agudizo la vista. Las piernas desnudas y una pollera hecha revoltijo
me indican que se trata de una mujer. Un automóvil rojo atravesado, con la
puerta del conductor abierta, muestra a un hombre llorando a su lado, a la vez
increpado por otros que gesticulan alzando sus brazos. Oigo un llanto
cavernoso. Comprendo que estoy observando una tragedia. La inmovilidad extrema por
un lado y los gritos lastimeros por otro me convencen de estar frente a lo
irreparable. Su último segundo la sorprendió al intentar cruzar una calle, al
inicio de una mañana de domingo. No sabré jamás, seguramente, de dónde venía y
cuál era su pretendido destino. Solo ella lo sabía. Pero esas, sus certezas e intenciones,
se esfumaron de pronto. Cuando los relámpagos que suponemos les dan sentido a
las cosas se apagaron en su cerebro. Cuando la fuerza del sol comenzaba a levantarse
en un día que se insinúa caluroso. Para ella ya no lo será. Para ella este
domingo no llegará jamás a su fin. Y tampoco más días calurosos. ¿Cuáles habrán
sido sus alegrías y sus dolores? ¿Qué anhelos habrán quedado, ahora definitivamente,
tan insatisfechos como desconocidos? ¿Qué pasadas alegrías ya no tendrán
sentido? ¿Qué lastimaduras en su vida habrá sobrellevado, que tampoco lo
tendrán? Ese pensamiento me lleva a aquella frase, al costado del reloj de la
torre de la iglesia de Urruña, en el País Vasco, y que figura en muchos otros
relojes del mundo (podría decir que todos, de alguna manera, lo dicen), tal vez
la más certera que nadie haya escrito jamás: Vulnerant omnes, ultima necat. “Todas hieren, la última mata”. Yo
pienso y agrego: ambas sentencias son ciertas, pero la segunda encierra un
misterio.
Al
bullicio del accidente se le suman sirenas. Otros vehículos agregan desorden al
detenerse sus conductores, atrapados por la curiosidad. Observan el inesperado espectáculo
del drama ajeno. Viven la transitoria satisfacción de estar, en este momento,
en la platea. En este momento les toca la platea. Al cabo de un rato retoman la
marcha y se alejan de la lamentable desventura ajena. No puedo saber hacia
dónde va, cada uno de ellos. Seguramente, ellos tampoco. Me alejo del ominoso
espectáculo. Cierro la cortina. Lo hago despacio. Me asalta una privada señal
de respeto. Decido que no es necesario que baje a ofrecer ayuda. Mucha gente acudió
alrededor de los restos de la mujer con su pollera astrosa. Y estará ya en el
lugar, supongo, también la autoridad. Mi presencia sería inútil. Solo sumaría
nuevos azares. Vuelvo a mis cosas.
V.
Quinto
instante
Cuando
volcaba el agua caliente en el termo, hace unos minutos, el accidente vial que
acaba de ocurrir no estaba en mis previsiones. Me acerco y acaricio a Branca.
Ella maúlla suavemente y toca mi mano con su patita. Branca, como yo, estamos
aún en las horas que hieren.
Suena
el teléfono celular. Es mi hijo. Me habla de Sabrina. Dice que está muy bien,
que posiblemente mañana ella y su madre ya estén en casa. En su casa. Dice que
todavía no le encuentran parecidos. Dice algo sobre Jazmín, pero se va la
señal. Su voz se entrecorta. Digo ¡hola!, varias veces, sin suerte. Aparece un
mensaje de comunicación finalizada. Dejo el teléfono celular sobre la mesa.
Volverá a llamar, me digo. Pienso en el nacimiento de Sabrina. Una mujer ha
llegado. Otra se acaba de ir.
Recojo
los elementos del mate y bajo hacia la cocina. Al abrir la puerta me recibe otra
vez el motor de la heladera. Después de renovar el mate me decido por volver al
living y retomar la lectura de El cerebro
de Kennedy, hasta que se acerque el mediodía y deba pensar en el almuerzo.
Esta novela de Mankell es agobiante, oscura, plagada de angustias. De verdades
que nos esforzamos por negar. Cambio de lugar. Coloco el equipo de mate sobre
la mesa ratona y me dejo caer en el sillón, al costado de la ventana que da al
jardín. Busco el lugar del señalador. Capítulo 16. Leo: “Estuvo despierta hasta el amanecer. Ya ni recordaba cuántas veces le
había sobrevenido el insomnio desde la muerte de Henrik…”. Interrumpo la
lectura. Otra vez la muerte. Ultima necat.
Cebo
un mate y lo tomo despacio. El primero está siempre muy caliente. Retomo el
texto de Mankell que continúo leyendo por un buen rato hasta que zozobro con la
desesperación de esa otra mujer. Cuando la angustia comienza a invadirme,
suspendo la lectura. El señalador queda ahora en otra página. Dejo a un costado
el libro.
Pensar
en la muerte me lleva otra vez a la ventana que da a la calle. Me levanto, voy
hasta allí y miro hacia la esquina. Ya no hay mujer muerta en el pavimento ni
curiosos amontonados. Tampoco el automóvil homicida. Solo el tránsito
ordinario, que a esta hora ya es más frecuente. Aunque no intenso.
Es
domingo. El sol ya está alto. No en el cenit todavía, pero llena esta parte del
mundo con su brillo. Miro, desde la ventana, el lugar que hace unos momentos
fue territorio dramático, escenario de llanto y gritos, de desafiantes
gesticulaciones y de dolores. Si alguien mirase hacia allí por primera vez, desconocería
por completo lo que hace solo un rato sucedió. Tal como desconozco lo que seguramente
ya ha pasado en cualquier otro lugar. Tal vez otro repentino final. U otro
nacimiento. El inicio de un amor. O de un fracaso.
Retomo
a Mankell. Avanzo un capítulo. Cuando estoy por concluir el siguiente suena el
timbre del portero eléctrico. Me llama la atención quién puede ser a esa hora,
las diez y treinta de un domingo. Pienso en mi hijo. En mi nieta. En Jazmín.
Pudo haber pasado algo. Pero, inmediatamente, deduzco que no puede ser así, ya
que hacía apenas un rato hablé con mi hijo y estaba todo bien. Cuando levanto
el auricular una voz de mujer me pregunta si tengo ropa usada para dar. Me
sorprende tanto el pedido que, pese a tener de sobra qué ofrecerle, digo que
no. Bueno, oigo que la mujer responde.
Solo atino a decirle que vuelva otro día, que tendré algo para darle.
La
mujer pidiendo ropa usada me lleva a recordar unas inundaciones en las zonas
bajas del municipio donde vivo, sesenta años atrás. Siendo apenas un
preadolescente me había ofrecido para ayudar y me recuerdo -lo que más
recuerdo- llevando y trayendo atados de ropa, previamente clasificada, a los
galpones habilitados para albergar a los evacuados. Cada atado un tipo de
prenda. Pares de medias, sábanas, camisetas, pulóveres… Y el olor. Nunca
olvidaré dos cosas de aquellos lejanos momentos: la llovizna fría y persistente
y el olor que todo lo envolvía. Olor a lavandina y a jabón blanco. Olor a ropa
usada y desleída. Usada y lavada mil veces. Y frío. Frío y agua en todos lados.
Qué será de esas personas, me pregunto.
Dejo
el libro sobre la mesa del comedor. Decido darme un baño y comenzar el día.
Aunque sea domingo. Transitarlo.
VI.
Sexto
instante
Corro
la alta puerta del placar. Me ajusto el toallón alrededor de la cintura.
Observo el interior del mueble. Todavía conserva algunas prendas de Teresa. Un
blusón estampado que no recuerdo cuándo lo usó por última vez. Un tapado negro
de lana, de solapas en punta, con cinturón, largo hasta las rodillas. Los
enormes botones negros todavía relucen. Me gustaba vérselo puesto. Le daba un
aire de modelo francesa. Hasta dejó un par de zapatos de taco, casi nuevos.
Cosa extraña, una mujer descartando un par de zapatos nuevos, que además le
daban segura esbeltez. Con el tapado negro lucía atractiva, hermosa. Más cuando
para mí, solo ese atuendo se ponía, y lo iba abriendo despacio, primero
desenlazando el cinturón, después botón por botón. Pero los dejó. Pienso en la
última vez que hicimos el amor. Una mezcla extraña de placer y rechazo
convergen. Salgo de ese pensamiento. Me dedico a seleccionar qué me pondré. Revuelvo en el cajón de los calzoncillos,
extraigo uno al azar. Elijo en otro un par de medias de hilo deportivas, para mis
zapatillas. Hoy es domingo, me repito. Un pantalón jean liviano, celeste, una
chomba que hace juego. Suelto el toallón y termino de secarme bien. Lo arrojo
sobre la cama y comienzo a vestirme. Mientras me bañaba comprendí que no había
hoy otra tarea que hacer más importante que conocer a Sabrina. Y ver cómo está Jazmín.
Y, desde luego, verlo a mi hijo.
Vuelvo
al baño con la intención de acomodar las cosas. Cuelgo el toallón en su percha.
Repaso el cerámico con un paño absorbente. Enderezo en su estante el recipiente
caído del acondicionador para el pelo. Con un bollo de papel higiénico limpio
el espejo sobre el lavabo. Me veo reflejado. Miro fijamente lo que me devuelve
el espejo. Me pregunto qué es lo que veo. Una cara seria con la barba algo
crecida. Así se usa hoy. No hace mucho hubiese sido una desprolijidad. Hoy no.
Me veo serio, impávido. Un rostro con anteojos bifocales. Quedo de pronto
atrapado por interrogantes existenciales. ¿Qué es lo que veo? ¿Qué cosa es lo
que veo? Una porción de cosmos que por un devenir misterioso ha llegado a este
lugar y a ser capaz de mirarse y de observarse a sí mismo. Y a preguntarse qué
es lo que ve en ese reflejo de un vidrio espejado. Una reflexión sobre la
reflexión. La del espejo que devuelve la imagen de mi persona, y la del cosmos
inquiriendo sobre una pequeña parte de sí mismo a través de mi existencia. Qué
otra cosa es la conciencia sino la capacidad de reflexión, de saber sobre sí
mismo, de saberse ser. Y de preguntarse qué es saberse ser. Divago sobre la
evolución del universo. Me pregunto cuál es su sentido. Y si debe o no tener un
sentido.
VII.
Séptimo
instante
El
espejo me lleva a otro lugar. Recuerdo de pronto otro momento en el que, de
niño, me observé en el espejo interno de la puerta central del viejo ropero de
la habitación de mis padres. Era un ropero antiguo, de estilo provenzal, con
unas patas torneadas y redondeadas, parecidas a una letra ese, o al capitel de
una columna jónica. Su interior era lugar prohibido. Muy de vez en cuando podía
atisbarlo por unos momentos entre el abrir y cerrar de alguna de sus puertas.
Recuerdo el olor que se desprendía de su interior. Olor a pieles, impermeables
y cueros. Olor a padres. Más a madre que a padre. Y aquella vez en que mi madre
abrió la puerta central y por algún motivo, tal vez algo que la distrajo o
convocó hacia el comedor, se retiró de repente dejándola así, abierta. Y yo de
pronto viéndome de cuerpo entero reflejado en el espejo que ocupaba casi
enteramente la parte interna de esa puerta. Fue como si hubiese visto a otro.
Un niño extraño de pelo ensortijado, con una chomba blanca medio salida del
pantalón corto azul con elástico. Un niño horrible con medias blancas y unas
zapatillas de lona azules. De un solo tirón me bajé el pantalón con el
calzoncillo hasta las rodillas. Me quedé mirando azorado mi pito blanco
colgando como una pequeña oruga torcida. Nunca lo había visto así. De frente, a
la distancia, como si fuese otro pito y otro niño. La contemplación, temerosa y
excitante al mismo tiempo, culminó de pronto al oír acercarse los pasos de mi madre
rebotando en los pisos de pinotea de la habitación vecina. Subí de un tirón el
pantalón y el calzoncillo quedó atrapado a medio camino. Me quedó incrustado entre
la pierna y el costado de mis incipientes testículos. Mi madre al llegar me vio
enfrentado al espejo y, estoy seguro, alguna picardía intuyó. Pero creo que fue
imaginar que me había metido a hurgar en el interior del ropero. ¿Estás mirando lo lindo que sos?, me
dijo. Salí corriendo. Me metí en el baño y me acomodé el calzoncillo. Esta cara
de hoy sostiene unos anteojos bifocales, lleva una piel gastada, con arrugas, y
al hombre que la porta le ha quedado, en el fondo del placard, un tapado de
mujer sin destino. El pelo negro, tupido y ensortijado, se convirtió en unos
cuantos mechones entrecanos a los costados. Un cuerpo desgastado a través del
tiempo. Un trozo de materia devenida vida en transición, de retorno a su
origen. Células inermes. Átomos en cíclica expansión y atracción. Podía haber
sido una piedra en alguna montaña. Una molécula de agua. Un paquidermo en
Bangladesh. Un árbol. O también, por qué no, mi gata, Branca.
VIII.
Octavo
instante
Recuerdo
de pronto –y no sé por qué me asalta este recuerdo- aquel día en que vi a
Branca dar un repentino salto
desde la silla en la que estaba apoltronada. Se lanzó sobre el escarabajo que,
desafortunadamente para él, justo en ese momento asomó uno de sus cuernos por
debajo del cortinado. Branca se detuvo en un preciso corte del salto a pocos
centímetros del lugar en que el bicho quedó repentinamente tieso. Tal vez el
pobre entrevió, por un instante, su fatal destino. Los ojos vidriosos y fríos
de Branca se clavaron en su objeto. Aguzó el cuerpo y la cabeza poniéndolos en
línea recta. Ver esa escena producía tensión. En el feroz animal en que se
convirtió Branca pareció cesar la respiración y detenerse todos sus
movimientos. (Aunque, en realidad, los movimientos nunca cesan. Siempre y en
todos lados y dimensiones hay movimientos. En la quietud de un acecho hay
movimiento. No otra cosa es lo que llamamos tiempo. Ultima necat). La gata, de pronto, saltó como un resorte liberado
de su retén. Detuvo previamente su hocico, una fracción de segundo, en la negra
caparazón. Como si fuese un beso. Un beso mortal. Enseguida atrapó y mordió al
infeliz escarabajo sacudiéndolo breve pero duramente. Los felinos producen esa
sacudida mortal a sus presas. Neutralizan así su resistencia y las matan. En
sus fauces, desde la visión de su víctima, el animal agresor debió de verse
como un monstruo gigante confundido con el mundo, con el universo posible y
final. Branca es una gata mediana, de pelo largo y vaporoso, mezclando grises
con blancos a lo largo de su cuerpo. Su carita es hermosa y dulce. Vive
acomodada en las faldas y en cuanto almohadón descubre. Aunque tiene sus
favoritos. No perdona a quien se sienta en los sillones a leer o mirar
televisión. Su salto a la falda es casi inmediato. Se higieniza insistentemente
y sus pelos suaves como pompones pueden encontrarse en cualquier rincón. A
veces vuelan ingrávidos al paso de las personas o por las brisas que se cuelan a
través de alguna ventana entreabierta. Observándola lo suficiente, se puede apreciar
que, aunque ya tiene sus años, Branca todavía aprecia jugar. Sus acechos, sus
miradas, todavía muestran la búsqueda de actividades lúdicas. No es para nada,
todavía, de esos animales cansados, visiblemente adormecidos y aplastados. Suele
saltar para aquí y para allá jugando con los hilos que descubre, con las puntas
de los manteles, con algún corcho que cae o, lo cual hace seguido, con aquellos
objetos que roba de la mesa en furtivos ataques con su patita extendida. Y eso
pasa también con los insectos que, desgraciadamente para ellos, como aquella
vez que ahora recuerdo, dan en pasar por sus dominios.
El escarabajo aquel tuvo un final trágico, Branca anduvo
un buen rato con un trozo de pata descuartizada enredada entre la comisura de los
labios y los bigotes.
Repaso otra vez con el trozo
de papel higiénico el espejo del tocador. Poco cambia lo que veo. Reflexiono
sobre el pobre escarabajo. Y recuerdo a la mujer, a su cuerpo muerto con su
pollera astrosa.
IX.
Último instante
Pienso ahora: seguramente el
pobre escarabajo vendría del
fondo, del jardín, allí donde estuvo la quinta que, a diario, pacientemente, en
su tiempo cuidó el abuelo. Imaginé: el bicho habría llegado desde los límites
del terreno vecino, atravesando penoso, pero con tesón, decenas de metros,
proveniente de lejanísimas comarcas, de imposible determinación. Aquella vez,
habría traspuesto la línea del alambrado, habría estado durante varios días
pendiente de un dificultoso ascenso al limonero, que por fin abandonó. Cayó
después en un desnivel de la tierra, provocado por inconclusos drenajes y
paladas con fines de prolijamientos jamás continuados. Desde el fondo del hoyo,
un abismo para él, habrá comenzado un enésimo pero persistente ascenso. Vadeó,
seguro, yuyos y pastos que se le presentaron como altísimos bosques
enmarañados, tropezó con troncos gigantes, ramas perdidas de las encinas,
algunas importantes, otras diminutas, siempre monumentales contenciones para el
pequeño cascarudo negro. Pero las superó a todas. Llegó al límite del pozo asomándose
con duro trabajo, como quien lo hace al borde de una pileta de natación. De un
impulso decidido recuperó el terreno horizontal ayudándose con sus patitas
traseras, una de ellas, la que más tarde quedaría en las fauces de Branca.
La imagen del escarabajo cambia de manera repentina, en
mis elucubraciones, por la de la mujer con sus piernas desnudas y
la pollera revuelta, al costado del cordón, y la de un automóvil rojo
atravesado sobre el asfalto. Bajo la vista hacia el lavatorio.
Vuelvo
a la habitación. Termino de vestirme. No hay por hoy otra cosa que hacer, más
importante, me repito, que ir a conocer a Sabrina. Ver cómo está Jazmín, y
desde luego mi hijo. Quedo mirando por unos momentos el lugar que me separa del
resto del día. Todos los días llegan. Hasta el final. Pongo la llave, la giro,
y abro la puerta de mi casa.
____
FIN ____
Ciro
2017
/ 2018
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