He dicho que las bibliotecas son lugares donde
habita la eternidad. Pero debemos ser cuidadosos. Porque en la eternidad,
también habita la memoria. Hay momentos cansinos en que, buscando qué leer, se contempla
la prepotencia de infinito de sus estantes y heterogéneas encuadernaciones. Se
elige descuidadamente un libro para hojearlo y decidir, o no, su relectura.
Entonces acude la sorpresa, como un zarpazo feroz y repentino. Brota el pasado
entre sus hojas. Como ladrón que asalta de improviso en una esquina. Hojear un
viejo libro es tarea riesgosa, créanlo. Allí de pronto pueden surgir olvidados
testigos de ayeres inconclusos. Como imprevistas malezas en el trigo. Pétalos secos
o servilletas dedicadas, amarillas de tiempo, que obligan a preguntarse por
nombres, por confesiones y promesas. ¿Dónde quedó aquella mesa de café? ¿Dónde las
manos turbadas que escribieron el fino papel, que entregaron la flor? ¿Dónde el
momento aquel, pretensioso de inmortalidad? Los viejos libros simulan estar quietos, arropados en el estante silencioso. Pero pasean en el
tiempo, no saben de presente ni de pasados. Deben cerrarse suavemente, dejando
en paz las hojas y los pétalos. Malezas que vuelven a la mesa de café, a las
manos turbadas, a perderse entre las antiguas horas. El libro, a su lugar. Allí
quedará definitivamente. O hasta el próximo descuido.
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