jueves, 23 de junio de 2022

PEQUEÑA HISTORIA DE AMOR

 

El lugar y las personas se pierden en el anonimato de la ciudad, cuyo nombre tampoco se ha esmerado en trascender. Y también los nombres de las personas, cuyos pasos y palabras me rodearon, fueron de esos, tan abundantes, tan homónimos, que se han diluido en la multitud. No puedo discernir, exactamente, desde cuándo descansaba envuelto en la silenciosa oscuridad de madera. Un paño de felpa verde y suave, prolongaba en el tiempo el frío de mi alma. Sobre mí se almacenaban lanas y algodones prolijamente doblados. Muy cerca, me acompañaban, apiladas, unas cuantas piezas de seda. Había que hurgar para sacarme de allí. Y había que saber que estaba allí, precisamente en ese recóndito lugar, de otro por igual anónimo. Varias veces, recuerdo, han movido esa caja en busca de alguna de las cosas debajo de las que creí haber sido olvidada, pero nunca hasta ese momento fueron por mí. Ese día, en cambio, una mano se deslizó reptando por debajo de lanas y algodones y asió fuertemente el paño que me abrigaba. Salí del arcón, fui cuidadosamente desenvuelta y estudiada. Lustrada, me pareció, con algo parecido al afecto. Desarticularon mis partes, revisadas con esmero y vueltas a ensamblar. Fui lubricada. Cargada. La mano, que percibí temblorosa, me llevó primero hacia una foto fijada en la esquina de un espejo. Allí se veía una mujer hermosa, de penetrantes ojos grises, de pelo castaño ensortijado. Miraba algo de costado la lente que la detuvo en el tiempo. Su sonrisa, tan atractiva como inquietante, provocaba. La mano que me sostenía me llevó casi a tocarla con mi boca sobre la suya. Pero enseguida me apartó y recondujo hacia atrás, a un costado. Me apoyó sobre una negrura de cabello encrespado. Enseguida la mano me apretó, produje una estampida y caí al suelo con él. Quedé colgando de un dedo inerme, rociada de sangre, que hizo cruel contraste con el blanco y frío piso de cerámica. No volvieron a guardarme en mi felpa verde ni en mi cajón cubierto de camisas y pulóveres. Desde entonces, junto a otras incontables, paso el tiempo en una oscura habitación. Creo que me han olvidado sobre un sucio estante de chapa gris. Han atado a mi guardamonte un cartón, donde han escrito un número, una leyenda y los dudosos datos de un tribunal. Muchas veces, en el silencio del abandonado y oscuro lugar, creo oír historias. Otras historias. De acometidas violentas, reyertas azarosas, venganzas rabiosas.  Yo, a veces, les hablo de la mía. Pero la mía no es turbulenta, no tiene amenazas ni gritos. La mía es sencilla como el de un desconocido arroyo que llega y se confunde con el mar. Es solo una pequeña y perdida historia de amor. 




 

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