Me despertaron a la tarde tus pasos de gata, después de
una siesta perfumada de ozono y en mí, de los restos de tu sexo de jacintos, de
maíz tostado a fuego lento. Entraste a la habitación, pero tus pasos se
detuvieron allí no más. Dejaste que tus ojos de miel vagaran por tu abrigo, tus
medias negras, tus zapatos de taco alto. No sabías qué hacer con tus manos. Iban
de los bolsillos a tus aros, de la solapa que no se decidía a estarse quieta al
lazo que apretaba tu cintura. En eso pusiste una mano sobre la pared y un pie
en punta, como antiguo cantante de tangos al lado de un farol. El perfume a
ozono se hizo más intenso, como una ráfaga de viento insistente frente a un
ventisquero del sur. Y también más intensos se sintieron en mi boca los
recuerdos pertinaces de los jacintos y los maíces tostados. Me recliné en la
almohada, restregué mis ojos del sueño vespertino y me dispuse a escuchar la
que supe, sin dudar, tus palabras de adiós. Tu mano libre fue nerviosa a uno de
los botones del abrigo, no para soltarlo, para la maldición de cerrarlo. Tu
cabeza se inclinó para preservar de mí tus temerosos ojos de miel. Tu pelo cayó
a los costados como telones de oro, detrás de los cuales se refugió tu cara de
ángel de una tarde. Dijiste me voy. Confirmaste la sentencia. Dije te espero, otra
tarde de lluvia, aunque sabiéndome condenado. Dijiste no, solo una tarde de
lluvia existe con vos, y ya fue. Me quedé con el perfume a ozono y los jacintos
con su viento frío. Están todavía entre mis sábanas y mis recuerdos. Y confieso:
guardo jacintos que cuido con esmero, que huelo las tardes de lluvia, de maíz
tostado, mientras imagino tus ojos de miel, tu mano suave liberando aquel
botón.
¡Gracias, Ciro! Me encantó.
ResponderEliminarGracias Mónica. Cariños
ResponderEliminar