Cuando en las tardes grises la
desolación me viste con su capa de tristeza, miro al horizonte al despuntar la
luna plateada. Le pregunto por tus ojos negros, hechos de tiempo, pero de
tiempo ido. A dónde estarán entonces. En qué cielos apoyarán sus desvelos.
Espero que la luna me responda, pero ella se empecina en hacerse de a poco más
blanca y más silenciosa, en su lenta marcha redonda. Discreta y enigmática,
como la historia que entre nosotros se hizo, de tantos días y tantas noches. Que
también fue historia redonda, como el reloj que encierra cada uno de sus
segundos, cada uno de sus minutos y de sus horas. ¿Y qué se hizo de tu pelo castaño, embrujado
como alcanzado por un rayo? ¿Y de tus pechos blancos, insolentes? ¿Y de tus
manos de fuego, imprudentes? ¿Y de tus pasos desnudos, buscando sorprenderme? ¿Y
de tu intrépido sexo deshecho en almendras? Pero la luna no me responde, sigue su
redondo viaje de plateado silencio, hasta que desaparece en el amanecer completo.
Entonces comprendo que ya no estarás, como la esquiva luna. Y tampoco tus ojos negros,
tu pelo de almendras, tus pechos insolentes, tus osadas manos, tus arteros
pasos silentes y tu sexo audaz. Hasta
que la nueva tarde gris me vuelva a vestir, con su capa de tristeza, con su
luna de silencio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario