
Amilcar Diosdado Osafrán, juez de
garantías del departamento judicial de Lomas de Zamora, a las nueve de la
mañana de ese frío día de agosto, como era habitual, entró en su despacho. No
sabía que lo haría por última vez. Después del café con leche con edulcorante,
como le preparaba a diario y religiosamente el ordenanza de su juzgado, se dispondría a
firmar el auto de elevación a juicio del desgraciado al que ese día le tocaba
el turno. En su fuero íntimo detestaba la nueva denominación de su cargo. Su
formación, que venía de mediados del Siglo XX en universidad privada, hacía que
eso de juez de garantías le sonara a
protector de criminales, defensor de ladrones y con un insoportable tufillo
izquierdoso. Aunque no lo expresase en público, solo en círculos muy reducidos,
en su fuero interno justificaba las ejecuciones policiales disfrazadas de
enfrentamientos. En sus resoluciones ocultaba la realidad de los gatillos
fáciles dando crédito a las versiones policiales y a las armas plantadas a las
víctimas para fabricar una legítima defensa allí donde en realidad no hubo otra
cosa que un asesinato. El que las hace
las tiene que pagar, era su máxima, que les repetía incluso de manera
lapidaria a sus procesados cuando éstos se largaban a llorar o gritaban ante la
notificación de las prisiones preventivas.
Antes de la reforma procesal, con
el viejo sistema inquisitivo, era juez penal con facultades omnímodas, lo cual
le atribuía una autoridad cercana a lo absoluto, que ahora consideraba cercenada
por las que consideraba modernas ideas de extraños autores de derecho penal,
que con una desagradable mueca calificaba de garantistas. Sufrí una capitis diminutio, repetía ante sus colegas y allegados
cuando se referían a él llamándolo señor juez de garantías. Antes reunía en sus atributos la autoridad de
conductor de la investigación, de disponer prisiones preventivas y de decidir
la suerte del imputado dictando por fin las sentencias. Él era quien
encarcelaba, quien investigaba y quien absolvía o condenaba. Aunque los jueces
superiores revisasen sus decisiones, casi siempre condenatorias y casi siempre
confirmadas, hasta el dictado de la sentencia y hasta tanto se expidiese la
cámara de apelaciones, que podía significar años, era el dueño de la verdad. Y
del destino de los desgraciados que a su despacho llevaba la policía, cuando la
policía se encargaba a su total arbitrio no solo de seleccionar infelices sino
también de recibirles las primeras indagatorias. Eran tiempos que Osafrán añoraba.
Esa mañana se desplomó en su gastado
sillón verde con el Escudo Patrio grabado en el respaldo. Inclinó su viejo
cuerpo cansado sobre el escritorio como si fuese a orar. Vertió el edulcorante
y luego de revolver con la mano temblorosa que le dieron los años, sorbió un
poco de café con leche. Después observó a un costado lo que tenía sobre el
escritorio. Poco faltó para que apoyase la frente sobre los papeles, para ver
mejor a través de sus gruesos anteojos el expediente que desde el día anterior
había quedado allí. Debía someterlo a su escrutinio meticuloso para detectar,
no pruebas que fundasen la procedencia o no de la elevación a juicio, como lo
pedía el fiscal, sino las características personales del infeliz que había
caído bajo la mala suerte de su competencia. Sus criterios para las decisiones
no tenían que ver con las pruebas, sino con el color de la piel y el estatus
social del imputado.
Estaba viejo y muchos colegas le
insistían en que había llegado el momento de su jubilación, disfrutar de los
merecidos y privilegiados haberes como pasivo, que con justicia, le decían, se
había ganado durante casi cuarenta años de judicatura. Su secretario, que
aspiraba a sustituirlo en el cargo, era quien más interesado estaba, aunque era
muy cuidadoso en demostrar tales deseos, que de todas maneras Ozafrán conocía a
la perfección. Ni mierda voy a jubilarme,
¿qué quieren, que venga a ocupar este lugar uno de esos jovencitos
zaffaronianos que citan autores alemanes y extraños fallos de inventos de
derechos humanos para los delincuentes, de tribunales de otros países?,
decía cuando salía el tema. Yo le doy a
cada uno lo suyo, lo que le corresponde, como decía Ulpiano, me basta verlos
para saber si son chorros o asesinos, así de fácil. Cuarenta años de conocer la
mugre de la negrada son experiencia suficiente para hacer justicia.
Después del café con
leche revisó por arriba el expediente. Llegó a la conclusión de que, pese a
las justificadas dudas que argumentaba la defensa, el caso debía ser elevado a
juicio –no fuera cosa que se le escapase un chorro de la villa y terminase
beneficiándolo-. Estaba a punto de firmar el auto correspondiente, cuando golpearon
a la puerta de su despacho. ¿Quién?,
preguntó sin más levantando la voz cuanto pudo. Virgali, se oyó contestar. Virgali era su secretario. Lo autorizó a
pasar y el secretario se sentó arrimando la silla al escritorio del juez. Serio
y con cara de circunstancias le dijo que estaba en la antesala el señor Francisco
Quiñones, padre de Ezequiel Quiñones, un joven a quien Osafrán hacía año y
medio había mandado a juicio, alojado en la Unidad Penitenciaria 1 de Olmos.
-Viene a pedir por el hijo –dijo Osafrán prejuzgando, como era su
estilo, sobre el motivo de la visita- tendría
que haberlo cuidado mejor. Seguro viene a llorar por las condiciones de
detención y toda esa mierda de los derechos humanos. A ver, que pase, y quédese
cerca en la antesala porque en dos minutos lo despacho –Virgali no se animó
a decirle lo que sabía.
Francisco Quiñones entró al
despacho dando pasos de ser humano vencido. Calzaba unos zapatos andrajosos que por
su estatura superaban por lo menos dos números el tamaño de sus pies. El
sobretodo raído con los bolsillos medio descosidos que había conseguido le
dieran en el merendero del barrio le llegaba a las rodillas. Debajo llevaba
unos pantalones jean más gastados que su vida entera. Osafrán frunció el ceño
sin disimular una expresión de desagrado. No entendía cómo es que había gente
que le gustaba vivir de esa manera. Ni intentó acercar su mano para dársela
cuando Quiñones estuvo al lado del escritorio. Quiñones tampoco lo intentó. Esa
mano ya no tendría sentido.
-Sientesé, no tengo mucho tiempo, ¿qué pasa con su hijo? Supongo que
dentro de poco tendrá el juicio y su destino definitivo –dijo de un tramo.
Quiñones se sentó como desplomándose,
agachó la cabeza, su mentón tembló y ahí no más le cayeron unas lágrimas. Apoyó
un pequeño sobre cerrado sobre el escritorio. Metió las manos en los bolsillos
externos del sobretodo y tembló de frío. Ozafrán miró extrañado por un momento
el sobre y después lo miró serio a Quiñones. Inmediatamente imaginó lo que
vendría. Aunque por cierto no del todo.
-Mi hijo no va a tener ningún juicio doctor, mi hijo está muerto, doctor
–dijo con voz temblorosa-. Dicen que
anoche apareció ahorcado con la sábana… que, dicen, ató a la reja de la ventana
de la celda, que queda a un metro y medio del suelo... Cosa rara. Fui corriendo
a Olmos pero no me dejaron verlo, ni ver ninguna otra cosa, nada, ni me dieron
más explicaciones. Me largaron conque tengo que esperar la instrucción del
caso… Y yo, doctor, ya no quiero esperar nada.
-¡Peeeero! –empezó a decir Ozafrán buscando componer alguna falsa
manifestación de sentimiento- Lo siento…
-No creo –dijo Quiñones levantando la vista, apretando las
mandíbulas y clavándole una mirada ardiente que no distó mucho de parecerse a
un soplete de acetileno, al tiempo que el juez endureció su rostro ante la
osadía-. Mi hijo era inocente y usted lo
sabía, no solo mi abogado sino yo mismo se lo dije e imploré hasta que me quedé
sin voz. Mi esposa se murió de un cáncer que le produjo la tristeza por el
injusto encierro de su hijo y el abandono de IOMA, que no le dio un puto
medicamento. ¿Sabe qué?, mi hijo está muerto por su culpa, señor juez de
garantías –palabra que pronunció con
mordacidad-, mi mujer está muerta por su
culpa, señor juez de garantías –repitió-,
yo llegué hasta aquí también por su culpa, señor juez de garantías, y ya no me
queda nada que tenga sentido, señor juez cuya única garantía real es que usted
es un reverendo hijo de mil putas –completó sin poder sofrenar las lágrimas
que ahora a borbotones le brotaban de los ojos enrojecidos.
-¡Mire…Insolente…! –empezó a decir Ozafrán enfurecido, al tiempo
que apoyando las manos en el escritorio intentó levantarse. Pero no llegó más
de allí. Se oyeron tres apagados ruidos, secos, como petardos de año nuevo.
Salieron de la pistolita Unique calibre 22 que Quiñones empuñaba dentro del
bolsillo de su raído sobretodo. El bolsillo que estaba medio descosido. El
policía custodio del juzgado estaba repartiendo expedientes por otros pisos y
al secretario ni se le ocurrió sospechar que el visitante llevase un arma oculta. Los
pequeños proyectiles pasaron por debajo de la tabla del escritorio de Ozafrán y
se alojaron dos en sus intestinos, y el tercero, después de una endiablada
voltereta por sus vísceras, típico de los proyectiles del 22, le atravesó dos veces el hígado dejándolo como para hacerlo a la provenzal. Hemorragia interna profusa, de esas que no dan tiempo a nada,
garantizado. Quiñones entonces sacó la mano, se apoyó el cañoncito en la sien y
terminó con todo. Ya no le quedaba nada que tuviese sentido.
Pasada la alarma general, los
gritos, los relevamientos criminalísticos, las fotografías y el retiro de los
cuerpos, el secretario Virgali volvió a entrar temeroso en el despacho que había sido de
Ozafrán. Se le mezclaban sentimientos de espanto, consternación y oculta expectativa.
Vio un pequeño sobre en el escritorio que le llamó la atención. Decía Señor Juez de Garantías – Presente. Lo
abrió y extrajo un papel doblado. Lo leyó: El
que las hace las tiene que pagar. Garantizado.
Quiñones.
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