viernes, 8 de noviembre de 2019

GARANTÍAS





Amilcar Diosdado Osafrán, juez de garantías del departamento judicial de Lomas de Zamora, a las nueve de la mañana de ese frío día de agosto, como era habitual, entró en su despacho. No sabía que lo haría por última vez. Después del café con leche con edulcorante, como le preparaba a diario y religiosamente  el ordenanza de su juzgado, se dispondría a firmar el auto de elevación a juicio del desgraciado al que ese día le tocaba el turno. En su fuero íntimo detestaba la nueva denominación de su cargo. Su formación, que venía de mediados del Siglo XX en universidad privada, hacía que eso de juez de garantías le sonara a protector de criminales, defensor de ladrones y con un insoportable tufillo izquierdoso. Aunque no lo expresase en público, solo en círculos muy reducidos, en su fuero interno justificaba las ejecuciones policiales disfrazadas de enfrentamientos. En sus resoluciones ocultaba la realidad de los gatillos fáciles dando crédito a las versiones policiales y a las armas plantadas a las víctimas para fabricar una legítima defensa allí donde en realidad no hubo otra cosa que un asesinato. El que las hace las tiene que pagar, era su máxima, que les repetía incluso de manera lapidaria a sus procesados cuando éstos se largaban a llorar o gritaban ante la notificación de las prisiones preventivas.

Antes de la reforma procesal, con el viejo sistema inquisitivo, era juez penal con facultades omnímodas, lo cual le atribuía una autoridad cercana a lo absoluto, que ahora consideraba cercenada por las que consideraba modernas ideas de extraños autores de derecho penal, que con una desagradable mueca calificaba de garantistas. Sufrí una capitis diminutio, repetía ante sus colegas y allegados cuando se referían a él llamándolo señor juez de garantías.  Antes reunía en sus atributos la autoridad de conductor de la investigación, de disponer prisiones preventivas y de decidir la suerte del imputado dictando por fin las sentencias. Él era quien encarcelaba, quien investigaba y quien absolvía o condenaba. Aunque los jueces superiores revisasen sus decisiones, casi siempre condenatorias y casi siempre confirmadas, hasta el dictado de la sentencia y hasta tanto se expidiese la cámara de apelaciones, que podía significar años, era el dueño de la verdad. Y del destino de los desgraciados que a su despacho llevaba la policía, cuando la policía se encargaba a su total arbitrio no solo de seleccionar infelices sino también de recibirles las primeras indagatorias. Eran tiempos que Osafrán añoraba.

Esa mañana se desplomó en su gastado sillón verde con el Escudo Patrio grabado en el respaldo. Inclinó su viejo cuerpo cansado sobre el escritorio como si fuese a orar. Vertió el edulcorante y luego de revolver con la mano temblorosa que le dieron los años, sorbió un poco de café con leche. Después observó a un costado lo que tenía sobre el escritorio. Poco faltó para que apoyase la frente sobre los papeles, para ver mejor a través de sus gruesos anteojos el expediente que desde el día anterior había quedado allí. Debía someterlo a su escrutinio meticuloso para detectar, no pruebas que fundasen la procedencia o no de la elevación a juicio, como lo pedía el fiscal, sino las características personales del infeliz que había caído bajo la mala suerte de su competencia. Sus criterios para las decisiones no tenían que ver con las pruebas, sino con el color de la piel y el estatus social del imputado.

Estaba viejo y muchos colegas le insistían en que había llegado el momento de su jubilación, disfrutar de los merecidos y privilegiados haberes como pasivo, que con justicia, le decían, se había ganado durante casi cuarenta años de judicatura. Su secretario, que aspiraba a sustituirlo en el cargo, era quien más interesado estaba, aunque era muy cuidadoso en demostrar tales deseos, que de todas maneras Ozafrán conocía a la perfección. Ni mierda voy a jubilarme, ¿qué quieren, que venga a ocupar este lugar uno de esos jovencitos zaffaronianos que citan autores alemanes y extraños fallos de inventos de derechos humanos para los delincuentes, de tribunales de otros países?, decía cuando salía el tema. Yo le doy a cada uno lo suyo, lo que le corresponde, como decía Ulpiano, me basta verlos para saber si son chorros o asesinos, así de fácil. Cuarenta años de conocer la mugre de la negrada son experiencia suficiente para hacer justicia.

Después del café con leche revisó por arriba el expediente. Llegó a la conclusión de que, pese a las justificadas dudas que argumentaba la defensa, el caso debía ser elevado a juicio –no fuera cosa que se le escapase un chorro de la villa y terminase beneficiándolo-. Estaba a punto de firmar el auto correspondiente, cuando golpearon a la puerta de su despacho. ¿Quién?, preguntó sin más levantando la voz cuanto pudo. Virgali, se oyó contestar. Virgali era su secretario. Lo autorizó a pasar y el secretario se sentó arrimando la silla al escritorio del juez. Serio y con cara de circunstancias le dijo que estaba en la antesala el señor Francisco Quiñones, padre de Ezequiel Quiñones, un joven a quien Osafrán hacía año y medio había mandado a juicio, alojado en la Unidad Penitenciaria 1 de Olmos.

-Viene a pedir por el hijo –dijo Osafrán prejuzgando, como era su estilo, sobre el motivo de la visita- tendría que haberlo cuidado mejor. Seguro viene a llorar por las condiciones de detención y toda esa mierda de los derechos humanos. A ver, que pase, y quédese cerca en la antesala porque en dos minutos lo despacho –Virgali no se animó a decirle lo que sabía.

Francisco Quiñones entró al despacho dando pasos de ser humano vencido. Calzaba unos zapatos andrajosos que por su estatura superaban por lo menos dos números el tamaño de sus pies. El sobretodo raído con los bolsillos medio descosidos que había conseguido le dieran en el merendero del barrio le llegaba a las rodillas. Debajo llevaba unos pantalones jean más gastados que su vida entera. Osafrán frunció el ceño sin disimular una expresión de desagrado. No entendía cómo es que había gente que le gustaba vivir de esa manera. Ni intentó acercar su mano para dársela cuando Quiñones estuvo al lado del escritorio. Quiñones tampoco lo intentó. Esa mano ya no tendría sentido.

-Sientesé, no tengo mucho tiempo, ¿qué pasa con su hijo? Supongo que dentro de poco tendrá el juicio y su destino definitivo –dijo de un tramo.

Quiñones se sentó como desplomándose, agachó la cabeza, su mentón tembló y ahí no más le cayeron unas lágrimas. Apoyó un pequeño sobre cerrado sobre el escritorio. Metió las manos en los bolsillos externos del sobretodo y tembló de frío. Ozafrán miró extrañado por un momento el sobre y después lo miró serio a Quiñones. Inmediatamente imaginó lo que vendría. Aunque por cierto no del todo.

-Mi hijo no va a tener ningún juicio doctor, mi hijo está muerto, doctor –dijo con voz temblorosa-. Dicen que anoche apareció ahorcado con la sábana… que, dicen, ató a la reja de la ventana de la celda, que queda a un metro y medio del suelo... Cosa rara. Fui corriendo a Olmos pero no me dejaron verlo, ni ver ninguna otra cosa, nada, ni me dieron más explicaciones. Me largaron conque tengo que esperar la instrucción del caso… Y yo, doctor, ya no quiero esperar nada.

-¡Peeeero! –empezó a decir Ozafrán buscando componer alguna falsa manifestación de sentimiento- Lo siento

-No creo –dijo Quiñones levantando la vista, apretando las mandíbulas y clavándole una mirada ardiente que no distó mucho de parecerse a un soplete de acetileno, al tiempo que el juez endureció su rostro ante la osadía-. Mi hijo era inocente y usted lo sabía, no solo mi abogado sino yo mismo se lo dije e imploré hasta que me quedé sin voz. Mi esposa se murió de un cáncer que le produjo la tristeza por el injusto encierro de su hijo y el abandono de IOMA, que no le dio un puto medicamento. ¿Sabe qué?, mi hijo está muerto por su culpa, señor juez de garantías –palabra que pronunció con mordacidad-, mi mujer está muerta por su culpa, señor juez de garantías –repitió-, yo llegué hasta aquí también por su culpa, señor juez de garantías, y ya no me queda nada que tenga sentido, señor juez cuya única garantía real es que usted es un reverendo hijo de mil putas –completó sin poder sofrenar las lágrimas que ahora a borbotones le brotaban de los ojos enrojecidos.

-¡Mire…Insolente…! –empezó a decir Ozafrán enfurecido, al tiempo que apoyando las manos en el escritorio intentó levantarse. Pero no llegó más de allí. Se oyeron tres apagados ruidos, secos, como petardos de año nuevo. Salieron de la pistolita Unique calibre 22 que Quiñones empuñaba dentro del bolsillo de su raído sobretodo. El bolsillo que estaba medio descosido. El policía custodio del juzgado estaba repartiendo expedientes por otros pisos y al secretario ni se le ocurrió sospechar que el visitante llevase un arma oculta. Los pequeños proyectiles pasaron por debajo de la tabla del escritorio de Ozafrán y se alojaron dos en sus intestinos, y el tercero, después de una endiablada voltereta por sus vísceras, típico de los proyectiles del 22, le atravesó dos veces el hígado dejándolo como para hacerlo a la provenzal. Hemorragia interna profusa, de esas que no dan tiempo a nada, garantizado. Quiñones entonces sacó la mano, se apoyó el cañoncito en la sien y terminó con todo. Ya no le quedaba nada que tuviese sentido.

Pasada la alarma general, los gritos, los relevamientos criminalísticos, las fotografías y el retiro de los cuerpos, el secretario Virgali volvió a entrar temeroso en el despacho que había sido de Ozafrán. Se le mezclaban sentimientos de espanto, consternación y oculta expectativa. Vio un pequeño sobre en el escritorio que le llamó la atención. Decía Señor Juez de Garantías – Presente. Lo abrió y extrajo un papel doblado. Lo leyó: El que las hace las tiene que pagar. Garantizado. Quiñones.

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