viernes, 30 de noviembre de 2018

EL FINAL DE LA ARAÑA






(VARIANTE DE “GUARAMPAS EN LA KIRIMANCHA”)



El certero disparo dio de lleno en el cuerpo de la araña. Ésta cayó al instante y se hizo una bolita inerme en el suelo, al lado del sócalo. La secretaria habría de limpiar esa suciedad.

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Quince días más tarde, Gregorio Espósito esperó paciente a que el jefe lo atendiera. Esta era la segunda vez. Cuando se abrió la puerta del despacho de Griselda, la secretaria privada, quien le hizo un gesto pidiéndole que la acompañase para ingresar al despacho del jefe, Gregorio se levantó despacio de la silla de madera que ya le había formado marcas en el traste. Se acercó con una sonrisa. La secretaria, algo extrañada por la llamativa distendida actitud del subalterno, por cierto incongruente con la de un empleado que insiste en reclamar aumentos que ya le fueron negados, le cedió el paso mientras lo observaba con el ceño en actitud interrogante. Griselda dio dos golpecitos, abrió y lo invitó a entrar en el despacho. Gregorio entró con su sonrisa, se acercó directamente a la silla ubicada ante el amplio escritorio de nogal y se sentó frente a su jefe sin esperar que éste lo invitase a hacerlo.

Señor Espósito, si el propósito es insistir en su pedido de aumento, entienda que me haría perder el tiempo. Espero que sea otro el motivo de su pedido de audiencia. Ya sabe que la empresa no está en condiciones de aumentar sus costos, la situación del país es crítica, como consecuencia de la herencia recibida por el actual gobierno, de gestiones anteriores que dilapidaron recursos en una fiesta que ahora todos los argentinos tenemos que pagar. Creían que podían acceder a bienes que no estaban a sus alcances. Bueno, estas son las consecuencias. Nos toca hoy a todos hacer un esfuerzo para sacar al país adelante. Considérese afortunado por mantener su puesto de trabajo.

Gregorio seguía en silencio, con la sonrisa pegada en la cara. Después de su estudiada intervención, el jefe quedó observándolo por un momento, extrañado. Enseguida continuó.

Tengo poco tiempo, Espósito, dígame cuál es el motivo de su nuevo pedido de entrevista, por favor.

El silencio continuó, haciendo que el aire del despacho se hiciese denso como mosto viejo. Al rato, cuando el jefe estuvo por oprimir el intercomunicador para llamar a su secretaria y dar por terminada la interrupción, Gregorio metió la mano en el bolsillo externo del saco y extrajo una pequeña pistola FNX-9, con silenciador colocado. Vaya a saberse de dónde la sacó. Apuntó al medio de la frente del jefe. Al mismo tiempo le hizo un perentorio gesto para que dejara tranquilo el intercomunicador. El jefe, demudado, se echó hacia atrás, derrumbándose contra el respaldo de su amplio sillón de sultán.

Espósito, ¿está loco? ¡guarde eso ya mismo por favor! –dijo el jefe en voz baja y temblando.

Como respuesta no hubo más que la persistencia del silencio. Inquietante, denso, pavoroso. El jefe comenzó a bañarse en transpiración. Gruesas gotas asomaron y se le deslizaron por la frente. El mentón le temblaba como a niño repentinamente encerrado en una habitación oscura. Gregorio amartilló la FNX-9. El jefe se orinó. El silencio de Gregorio persistía. Hasta que solo fue roto por el breve ruido en sordina parecido a cuando se suelta una bandita elástica tensada. El golpe, que atravesó también el respaldo del amplio sillón, tiró violentamente al jefe hacia atrás, que terminó cayendo al suelo, hecho una bolita, al lado del sócalo.

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Quince días antes Gregorio Espósito había pedido una entrevista con el jefe de la compañía. Necesitaba imperiosamente un aumento. Todo aumentaba, los servicios, los alimentos, los medicamentos, las cosas más elementales. Su esposa enferma. Recién a los tres días el jefe se dignó a recibirlo. Lo hizo esperar tanto en la antesala que ya casi coincidía con su horario de salida. Estuvo a punto de retirarse, cuando la secretaria privada abrió la puerta y lo invitó a pasar. Con un ademán el jefe le indicó la silla frente a su gran escritorio de nogal.

Lo escucho, Espósito. Sea breve.

Señor, usted sabe que todo aumenta, los servicios, los alimentos…

Gregorio se explayó, con detalle y suficientes argumentos, fundamentando las razones por las que venía a solicitarle un aumento en sus haberes. Mencionó especialmente la situación crítica de su esposa enferma. A la empresa no le estaba yendo mal, por el contrario, había aumentado sus utilidades, tenía cuenta en el extranjero, había apostado a la especulación financiera, como auxiliar contable de la firma lo tenía claro.

El jefe lo observaba con una sonrisa ladeada, en silencio, ninguna palabra ni gesto. Salvo que se había entregado mientras Gregorio hablaba a escoger una bandita elástica de un organizador de útiles que tenía en el escritorio. La dejó a un costado, y mientras Gregorio continuaba con sus sólidos fundamentos del justo reclamo, el jefe se dedicó a tomar un pequeño papel anotador, de esos que vienen en tacos de colores, y comenzó a doblarlo, lenta y parsimoniosamente. Por la mitad, a su vez por la mitad, y así. Gregorio seguía explayándose en explicaciones que justificaban la necesidad del aumento que reclamaba. Un doblez más, y otro, y otro. Hasta que quedó un duro y aplanado listón. Gregorio, aunque tímidamente, y mientras observaba intrigado la tarea a la que su jefe se había entregado, hizo referencia a los importantes dividendos que estaban engrosando las cuentas personales de los directores, incluida la del jefe, una cuenta off shore en Islas Vírgenes. El jefe, sin dejar su extraña labor, levantó por un instante sus pupilas encendidas hacia el empleado. Gregorio carraspeó. El jefe dobló al medio el listón de papel. Tomó la bandita elástica y la puso a modo de honda entre sus dedos índice y pulgar de la mano izquierda. Colocó el papel calzándolo por el medio en los elásticos formando una improvisada honda, levantó la mano, estiró con fuerza y apuntó hacia Gregorio. Igual que las travesuras de los chicos en el colegio. Tensando al máximo el elástico, el jefe hizo puntería y de pronto soltó el proyectil de papel. Gregorio cerró los ojos y ladeó la cara en un acto reflejo. El certero disparo dio de lleno en el cuerpo de una araña que andaba por la pared, detrás de Gregorio, muy cerca de su cabeza. El insecto cayó al piso al instante. Gregorio sorprendido ante la bizarra actitud de su jefe corrió la silla y miró hacia abajo. Vio la araña inerme, hecha una bolita, al lado del sócalo. Volvió a mirar extrañado a su jefe.

Fíjese de lo que lo salvé, Espósito. Considérese satisfecho con eso. Buenas tardes, creo que ya está cerca su hora de salida, puede retirarse tranquilo ahora, si quiere, arreglaré que se le compute como cumplido el horario completo. Hasta mañana.

Eso fue todo. Gregorio salió del despacho del jefe cabizbajo, apretando los dientes. Griselda ni levantó la vista. Como si nadie hubiese pasado delante suyo.

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Quince días después, Gregorio Espósito volvió a salir del despacho del jefe. Mantenía intacta la sonrisa con la que había entrado. La secretaria lo miró seria, intrigada, por esa extraña sonrisa que persistía en el rostro del empleado.

Griselda –Dijo Gregorio acercándose mucho y un tanto descaradamente al oido de la secretaria.

¿Qué pasa Espósito? Compórtese por favor –dijo ella apartándose turbada.

Hay otra araña en el suelo. Tendrá que volver a limpiar.

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