
Después de esperar la respuesta un tiempo que no podía ya calibrar si se
trataba de una semana o un año, Pedro recibió imprevistamente a su interno la
llamada de Norma Castillo, la secretaria privada del presidente de la
financiera.
-El señor Guimaraes lo espera a las
catorce horas en punto en su despacho –escuchó que dijo la voz femenina,
sin saludo previo, que cortó con un pesado clac. No le dio tiempo a pronunciar
media vocal. Un subalterno es alguien destinatario de notificaciones infinitas,
es decir sin principio ni fin, sin saludo al principio ni comentario de
despedida al final.
Pedro descolgó el saco del respaldo de su silla de madera y se lo colocó buscando
que las solapas quedasen simétricas. Lo tenía preparado desde el día siguiente
al pedido de la entrevista. Fue al baño, se peinó adecuadamente, cerró el
último botón de la camisa y ajustó su corbata a rayas que había estrenado hacía
diez años, cuando los compañeros le festejaron los diez de antigüedad en la
oficina. Esperó paciente con la vista fija en el diario digital que mostraba su
computadora. Aunque solo miraba el brillo del visor, le resultaba imposible
concentrarse en cualquier nota. No era para menos. La oportunidad había llegado
por fin. Cuando faltaban quince minutos para las dos cerró la pantalla, se
levantó y fue caminando despacio hacia el ascensor. El despacho del presidente
estaba en el decimoctavo piso.
Se abrieron las puertas del ascensor y la mirada de la veterana secretaria
se clavó en el rostro de Pedro. Su expresión fue como de directora de colegio
recibiendo a un alumno castigado en la dirección del establecimiento.
-Le dije que era a las dos de la
tarde. Falta todavía -La secretaria Castillo se sentía una proyección de la
autoridad a la que servía. Pedro asintió con un leve movimiento de cabeza.
-Preferí prevenir contratiempos que
me hubiesen hecho llegar tarde. ¿Puedo aguardar aquí unos minutos?
El silencio descortés de la mujer le indicó asentimiento. Pedro tomó
asiento en un amplio sillón de la antesala. Se fue hundiendo de a poco hasta
que el almohadón ofreció la resistencia adecuada. El techo de su cabeza, prolijamente
peinada, quedó unos centímetros por debajo del límite del respaldo del sillón. Dejó
descansar su brazo derecho en el apoyabrazos, con el otro tiró del pantalón
para permitir un despreocupado cruce de piernas. Se respaldó con calculada
serenidad y mantuvo la vista fija hacia adelante, como contemplando un
inexistente paisaje dibujado en la pared que tenía en frente. Volvió a
acomodarse el saco, tratando de mantener equilibradas las solapas, de modo que
la altura de los botones coincidiera con los respectivos ojales. La secretaria
lo observó de reojo, produjo un casi imperceptible carraspeo y continuó con los
registros que apuntaba en una gruesa agenda de cuero repujado. Al rato Pedro
suspiró. La secretaria volvió a observarlo brevemente. Golpeteó dos veces con
la birome en el papel. Luego volvió a lo suyo produciendo una fugaz mueca que
se percibió en la comisura de sus labios. La había copiado de un gesto que
repetía su jefe cuando quería demostrar desdén. Mostraba así compartir una
jerarquía que la diferenciaba del resto de empleados. A las dos de la tarde la
mujer levantó el intercomunicador. Pedro descruzó las piernas y se acomodó en
el sillón. Volvió a revisar su saco.
-Señor Guimaraes –dijo la mujer al
auricular-. El empleado Pedro Bavio se
encuentra en la antesala.
La secretaria asintió a la respuesta del presidente. Pedro se paró,
intuyendo lo que había contestado Guimaraes, y se acercó antes de que la
secretaria le indicase nada. Ella lo observó molesta. Mantuvo la puerta
entreabierta con el brazo extendido, franqueándole el paso a Pedro a través de un breve espacio por el que apenas pudo
ingresar de costado. El tuvo cuidado de no rozarla, especialmente por el
desacomodo que podía producírsele en el saco.
-Tome asiento Bavio, por favor
–dijo el presidente, con su voz firme, gruesa y traqueteante, de hombre viejo
con autoridad.
-Gracias por recibirme.
Guimaraes le indicó con un breve gesto de la mano una silla de madera para
la visita, frente a su inmenso escritorio.
-Usted me pidió una entrevista…
hace…. Bueno, hace unos días. Tengo poco tiempo. Lo escucho. Trate de no
extenderse más de cinco minutos.
-Señor presidente, gracias por
atenderme, imaginé que pasaría más tiempo desde que hice el pedido, dado…
-Vaya al grano, por favor –lo interrumpió
la voz de matraca mientras revolvía unos papeles como si Pedro no estuviese
allí presente.
-Sí claro. Se trata que tengo
guarampas en la kirimancha.
Guimaraes se paralizó, levantó la vista y miró a Pedro fijamente.
-¡¿Qué es lo que dice?!
-Que tengo guarampas en la
kirimancha, y para colmo se me están relinquiendo en las curupéndulas.
Guimaraes se levantó de un salto. El sillón se corrió hacia atrás y dio
contra un mueble bajo ubicado a sus espaldas, exactamente debajo del ventanal a
través del cual se veía sereno, frío y distante el Río de la Plata. El grito de
matraca fue contundente:
-¡¿Usted está loco?! ¡Digamé, qué le
pasa, qué está diciendo, cómo se atreve a venir a hacerme perder el tiempo con
bromas… con estupideces…!
Se abrió la puerta del despacho y entró la secretaria alterada, apoyándose
la palma de la mano en la nariz, como si la hubiese picado una abeja.
Pedro lo tenía estudiado. Sabía que las voces altas que se producirían
harían entrar a Norma Castillo como una presta y eficiente amanuense.
-¡Señor presidente… perdón, qué
sucede…!
-Pase Norma, quedesé, por favor, ¿usted
escuchó, verdad? Va a redactar ya mismo un telegrama de despido, pero ya, ya
mismo, por justa causa… injurias graves al presidente de la firma…
-No se lo recomiendo, Norma, perdería
el tiempo. Eso sí, quédese con nosotros, usted también tiene que saber de mis
guarampas en la kirimancha. Sería una pena que se lo perdiera… -dijo Pedro
con voz serena y pausada, mientras miraba a la secretaria ladeando la cabeza, componiendo
un tono cariñoso.
-¡Pero… pero… qué, usted es un
insolente, usted está enfermo…! –volvió a gritar Guimaraes.
-No estoy enfermo, no son bromas ni
estupideces, señor Guimaraes. Y el despido no es necesario. Son cosas serias.
Necesitaba decírselo a usted de manera personal, y no está de más que lo
escuche también su secretaria. Es que no
tengo más remedio.
Norma llevó ahora la otra mano también hacia su nariz, de modo que ahora
eran las dos. Produjo una exclamación de asombro como si fuese un globo que se
desinfla lentamente. Guimaraes, rojo de furia se abalanzó sobre el teléfono
intercomunicador.
-No se lo recomiendo –dijo Pedro
al tiempo que se paró y extrajo del bolsillo interior de su saco una Bersa
calibre 32, brillante como auto nuevo recién salido de la concesionaria. El
fierro, del espanto que produjo, a presidente y secretaria les pareció más
grande que el escritorio. Justamente, el
peso de la Bersa era lo que hacía que a Pedro el saco tendiese a chingarle y
debiera acomodarlo permanentemente.
Norma dio un grito. Pedro se hizo a un costado de modo de tenerlos a ambos
a tiro.
-¡Silencio absoluto! –exclamó
Pedro en voz baja pero perfectamente audible, apretando los dientes-. Cierre ya mismo la puerta y póngase al lado
de su jefe –le dijo a ella-, así está
bien cerca del nivel desde el que se relaciona con sus compañeros.
Las caras de Guimaraes y de Norma, del cielo de la autoridad bajaron al terreno
pastoso del terror. Norma se pegó a su jefe y lo tomó de un brazo. Pedro
levantó la Bersa y la gatilló apuntando hacia los dos. Guimaraes se cayó
sentado de golpe en su mullido sillón con la boca abierta como un sapo
esperando la ficha. De los ojos rojos en medio de la roja cara cayeron
lágrimas. Un leve ruido de canilla mal cerrada comenzó a oírse debajo del
escritorio, más precisamente proveniente de entre las piernas de la secretaria.
-¿Se acuerda Guimaraes cuando
desesperado le pedí ayuda, hace exactamente tres meses, y usted me contestó que
tenía una reunión de directorio en unos minutos y tenía que prepararse, hasta
me dijo que el día se había puesto fresco y tenía que cambiarse de traje para
la ocasión? Yo me dije, ¿qué tiene que ver lo que me contestó? Es decir, fue
usted el que me dijo tengo guarampas en la kirimancha, y para colmo se me están
relinquiendo en las curupéndulas. Ya no necesito esa ayuda Guimaraes. Lo que necesitaba
evitar pasó.
El repentino disparo le dibujó a Guimaraes un circulito rojo en la frente dándole
aspecto de mujer hindú. Quedó con la cabeza echada hacia atrás, como si se
hubiese dispuesto a mirar fijamente el techo, definitivamente. Norma se
desplomó desmayada al costado, sobre el charco de orín que no había cesado de
agrandarse. Pedro volvió a sentarse. Del otro bolsillo del saco extrajo una
nota que dejó abierta y bien visible sobre el escritorio. Después se llevó la
Bersa a la sien y apretó el gatillo.
Al rato largo entró a la sala de espera uno de los directores. Vio que
Norma no estaba en su puesto. Se acercó al despacho del presidente, golpeó dos
veces en la madera y abrió la puerta. Dio un grito de espanto, se acercó al
escritorio y enseguida vomitó. El olor apestoso se sumó al del orín. Cuando
logró reponerse comenzó a apretar el intercomunicador y a aullar pidiendo
auxilio. Así fue como vio la nota sobre el escritorio: Señor presidente Guimaraes, tengo
guarampas en la kirimancha, y para colmo se me están relinquiendo en las
curupéndulas. Pero ya es tarde para mi. Y también para usted. Pedro Bavio
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