miércoles, 7 de noviembre de 2018

GUARAMPAS EN LA KIRIMANCHA





Después de esperar la respuesta un tiempo que no podía ya calibrar si se trataba de una semana o un año, Pedro recibió imprevistamente a su interno la llamada de Norma Castillo, la secretaria privada del presidente de la financiera.
-El señor Guimaraes lo espera a las catorce horas en punto en su despacho –escuchó que dijo la voz femenina, sin saludo previo, que cortó con un pesado clac. No le dio tiempo a pronunciar media vocal. Un subalterno es alguien destinatario de notificaciones infinitas, es decir sin principio ni fin, sin saludo al principio ni comentario de despedida al final.
Pedro descolgó el saco del respaldo de su silla de madera y se lo colocó buscando que las solapas quedasen simétricas. Lo tenía preparado desde el día siguiente al pedido de la entrevista. Fue al baño, se peinó adecuadamente, cerró el último botón de la camisa y ajustó su corbata a rayas que había estrenado hacía diez años, cuando los compañeros le festejaron los diez de antigüedad en la oficina. Esperó paciente con la vista fija en el diario digital que mostraba su computadora. Aunque solo miraba el brillo del visor, le resultaba imposible concentrarse en cualquier nota. No era para menos. La oportunidad había llegado por fin. Cuando faltaban quince minutos para las dos cerró la pantalla, se levantó y fue caminando despacio hacia el ascensor. El despacho del presidente estaba en el decimoctavo piso.
Se abrieron las puertas del ascensor y la mirada de la veterana secretaria se clavó en el rostro de Pedro. Su expresión fue como de directora de colegio recibiendo a un alumno castigado en la dirección del establecimiento.
-Le dije que era a las dos de la tarde. Falta todavía -La secretaria Castillo se sentía una proyección de la autoridad a la que servía. Pedro asintió con un leve movimiento de cabeza.
-Preferí prevenir contratiempos que me hubiesen hecho llegar tarde. ¿Puedo aguardar aquí unos minutos?
El silencio descortés de la mujer le indicó asentimiento. Pedro tomó asiento en un amplio sillón de la antesala. Se fue hundiendo de a poco hasta que el almohadón ofreció la resistencia adecuada. El techo de su cabeza, prolijamente peinada, quedó unos centímetros por debajo del límite del respaldo del sillón. Dejó descansar su brazo derecho en el apoyabrazos, con el otro tiró del pantalón para permitir un despreocupado cruce de piernas. Se respaldó con calculada serenidad y mantuvo la vista fija hacia adelante, como contemplando un inexistente paisaje dibujado en la pared que tenía en frente. Volvió a acomodarse el saco, tratando de mantener equilibradas las solapas, de modo que la altura de los botones coincidiera con los respectivos ojales. La secretaria lo observó de reojo, produjo un casi imperceptible carraspeo y continuó con los registros que apuntaba en una gruesa agenda de cuero repujado. Al rato Pedro suspiró. La secretaria volvió a observarlo brevemente. Golpeteó dos veces con la birome en el papel. Luego volvió a lo suyo produciendo una fugaz mueca que se percibió en la comisura de sus labios. La había copiado de un gesto que repetía su jefe cuando quería demostrar desdén. Mostraba así compartir una jerarquía que la diferenciaba del resto de empleados. A las dos de la tarde la mujer levantó el intercomunicador. Pedro descruzó las piernas y se acomodó en el sillón. Volvió a revisar su saco.
-Señor Guimaraes –dijo la mujer al auricular-. El empleado Pedro Bavio se encuentra en la antesala.
La secretaria asintió a la respuesta del presidente. Pedro se paró, intuyendo lo que había contestado Guimaraes, y se acercó antes de que la secretaria le indicase nada. Ella lo observó molesta. Mantuvo la puerta entreabierta con el brazo extendido, franqueándole el paso a Pedro a través de  un breve espacio por el que apenas pudo ingresar de costado. El tuvo cuidado de no rozarla, especialmente por el desacomodo que podía producírsele en el saco.
-Tome asiento Bavio, por favor –dijo el presidente, con su voz firme, gruesa y traqueteante, de hombre viejo con autoridad.
-Gracias por recibirme.
Guimaraes le indicó con un breve gesto de la mano una silla de madera para la visita, frente a su inmenso escritorio.
-Usted me pidió una entrevista… hace…. Bueno, hace unos días. Tengo poco tiempo. Lo escucho. Trate de no extenderse más de cinco minutos.
-Señor presidente, gracias por atenderme, imaginé que pasaría más tiempo desde que hice el pedido, dado…
-Vaya al grano, por favor –lo interrumpió la voz de matraca mientras revolvía unos papeles como si Pedro no estuviese allí presente.
-Sí claro. Se trata que tengo guarampas en la kirimancha.
Guimaraes se paralizó, levantó la vista y miró a Pedro fijamente.
-¡¿Qué es lo que dice?!
-Que tengo guarampas en la kirimancha, y para colmo se me están relinquiendo en las curupéndulas.
Guimaraes se levantó de un salto. El sillón se corrió hacia atrás y dio contra un mueble bajo ubicado a sus espaldas, exactamente debajo del ventanal a través del cual se veía sereno, frío y distante el Río de la Plata. El grito de matraca fue contundente:
-¡¿Usted está loco?! ¡Digamé, qué le pasa, qué está diciendo, cómo se atreve a venir a hacerme perder el tiempo con bromas… con estupideces…!
Se abrió la puerta del despacho y entró la secretaria alterada, apoyándose la palma de la mano en la nariz, como si la hubiese picado una abeja.
Pedro lo tenía estudiado. Sabía que las voces altas que se producirían harían entrar a Norma Castillo como una presta y eficiente amanuense.
-¡Señor presidente… perdón, qué sucede…!
-Pase Norma, quedesé, por favor, ¿usted escuchó, verdad? Va a redactar ya mismo un telegrama de despido, pero ya, ya mismo, por justa causa… injurias graves al presidente de la firma…
-No se lo recomiendo, Norma, perdería el tiempo. Eso sí, quédese con nosotros, usted también tiene que saber de mis guarampas en la kirimancha. Sería una pena que se lo perdiera… -dijo Pedro con voz serena y pausada, mientras miraba a la secretaria ladeando la cabeza, componiendo un tono cariñoso.
-¡Pero… pero… qué, usted es un insolente, usted está enfermo…! –volvió a gritar Guimaraes.
-No estoy enfermo, no son bromas ni estupideces, señor Guimaraes. Y el despido no es necesario. Son cosas serias. Necesitaba decírselo a usted de manera personal, y no está de más que lo escuche también  su secretaria. Es que no tengo más remedio.
Norma llevó ahora la otra mano también hacia su nariz, de modo que ahora eran las dos. Produjo una exclamación de asombro como si fuese un globo que se desinfla lentamente. Guimaraes, rojo de furia se abalanzó sobre el teléfono intercomunicador.
-No se lo recomiendo –dijo Pedro al tiempo que se paró y extrajo del bolsillo interior de su saco una Bersa calibre 32, brillante como auto nuevo recién salido de la concesionaria. El fierro, del espanto que produjo, a presidente y secretaria les pareció más grande que el escritorio.  Justamente, el peso de la Bersa era lo que hacía que a Pedro el saco tendiese a chingarle y debiera acomodarlo permanentemente.
Norma dio un grito. Pedro se hizo a un costado de modo de tenerlos a ambos a tiro.
-¡Silencio absoluto! –exclamó Pedro en voz baja pero perfectamente audible, apretando los dientes-. Cierre ya mismo la puerta y póngase al lado de su jefe –le dijo a ella-, así está bien cerca del nivel desde el que se relaciona con sus compañeros.
Las caras de Guimaraes y de Norma, del cielo de la autoridad bajaron al terreno pastoso del terror. Norma se pegó a su jefe y lo tomó de un brazo. Pedro levantó la Bersa y la gatilló apuntando hacia los dos. Guimaraes se cayó sentado de golpe en su mullido sillón con la boca abierta como un sapo esperando la ficha. De los ojos rojos en medio de la roja cara cayeron lágrimas. Un leve ruido de canilla mal cerrada comenzó a oírse debajo del escritorio, más precisamente proveniente de entre las piernas de la secretaria.
-¿Se acuerda Guimaraes cuando desesperado le pedí ayuda, hace exactamente tres meses, y usted me contestó que tenía una reunión de directorio en unos minutos y tenía que prepararse, hasta me dijo que el día se había puesto fresco y tenía que cambiarse de traje para la ocasión? Yo me dije, ¿qué tiene que ver lo que me contestó? Es decir, fue usted el que me dijo tengo guarampas en la kirimancha, y para colmo se me están relinquiendo en las curupéndulas. Ya no necesito esa ayuda Guimaraes. Lo que necesitaba evitar pasó.
El repentino disparo le dibujó a Guimaraes un circulito rojo en la frente dándole aspecto de mujer hindú. Quedó con la cabeza echada hacia atrás, como si se hubiese dispuesto a mirar fijamente el techo, definitivamente. Norma se desplomó desmayada al costado, sobre el charco de orín que no había cesado de agrandarse. Pedro volvió a sentarse. Del otro bolsillo del saco extrajo una nota que dejó abierta y bien visible sobre el escritorio. Después se llevó la Bersa a la sien y apretó el gatillo.
Al rato largo entró a la sala de espera uno de los directores. Vio que Norma no estaba en su puesto. Se acercó al despacho del presidente, golpeó dos veces en la madera y abrió la puerta. Dio un grito de espanto, se acercó al escritorio y enseguida vomitó. El olor apestoso se sumó al del orín. Cuando logró reponerse comenzó a apretar el intercomunicador y a aullar pidiendo auxilio. Así fue como vio la nota sobre el escritorio: Señor presidente Guimaraes, tengo guarampas en la kirimancha, y para colmo se me están relinquiendo en las curupéndulas. Pero ya es tarde para mi. Y también para usted. Pedro Bavio

No hay comentarios:

Publicar un comentario