
El clamor constante de los
familiares de la víctima, la presión popular y especialmente de los organismos
de derechos humanos fue determinante. Once horas y veinte minutos. En la sala
estaban los familiares de las víctimas y en lugares apartados la madre y
hermanos del imputado. La larga lectura del veredicto y fallo, después de pasar
una tediosa enumeración de conceptos jurídicos inextricables y números de
artículos, llegó al momento más esperado, el de la decisión. El doctor Benjamín
Alvarado, presidente del tribunal, hizo un breve alto, se quitó los anteojos, se mesó la blanca barba, levantó el vaso y con
lentitud exasperante tomó un breve sorbo de agua. Después de devolver el vaso
al mismo lugar en que antes estaba, apretó los labios, se acomodó los anteojos, y volvió a posar la vista
en los papeles que tenía delante. Se apretó el labio
inferior con los dedos índice y pulgar de la mano derecha, como para darle tono
a la musculatura que permitiría una adecuada dicción. Levantó, acercó un poco
hacia sí los papeles y continuó la lectura. Se califica el hecho como doble homicidio
agravado por haber mediado alevosía, medio idóneo para crear peligro común, el
concurso premeditado de más de dos personas y por tratarse de un miembro de las
fuerzas de seguridad obrando en abuso de sus funciones. Artículo ochenta incisos segundo, quinto,
sexto y noveno del Código Penal, condenándoselo a la pena de prisión perpetua,
accesorias legales y las costas del proceso… La sala estalló en gritos de
aprobación, llantos y abrazos. Segundo Demetrio Miranda, cabo primero de la
policía provincial, 27 años, con la mirada baja y la cara enrojecida, apretaba
sus manos entre las rodillas. Dos gruesas lágrimas se deslizaron por sus
mejillas hasta caer en su camisa azul.
Un año y dos meses antes, Segundo
formaba parte de un grupo policial de control vehicular. Ruta 205 y Avenida Del Plata, entre Tristán
Suárez y Carlos Spegazzini, ambas localidades del partido de Ezeiza, provincia
de Buenos Aires. El sargento Dorlino se adentró unos pasos en el asfalto y levantó
la mano haciéndole señal de detención a una moto que se dirigía hacia el sur.
La moto era conducida por Lucas Aranda, 19 años, residente del barrio El Jaguel,
empleado del McDonald´s de Lomas de Zamora, donde se mataba durante doce horas
todos los días para cobrar un miseria con la que además ayudaba a sus padres desocupados. En el asiento trasero llevaba a Amaya Navarro, su novia, 17 años,
estudiante del secundario en la pública y sin trabajo, residente del mismo barrio.
Lucas se asustó, tenía dos multas acumuladas por exceso de velocidad al apurarse para no perder el premio por presentismo, y la
semana anterior lo habían retenido durante veinte horas en la comisaría de
Temperley por no llevar su DNI encima. Se había ligado unos cuantos trompazos
por decir que no era legal que lo detuvieran por ese motivo, además de que no
le permitieron avisar a nadie sobre su situación. La señal de detenerse le hizo
imaginar que por esos antecedentes le sacarían la moto, su único medio para
moverse al trabajo, más la detención, golpes y el temor sobre qué podrían
hacerle a Amaya. Había visto la mano alzada del policía unos cien metros antes.
El miedo que lo inundó como agua caliente desparramada desde la garganta hasta
el estómago, lo llevó a tomar una osada decisión. Hizo como que no había visto
la señal policial y siguió derecho. Por el miedo, inconscientemente, giró el manubrio
del acelerador aumentando la velocidad. El sargento dio un grito de alto, miró
al oficial a cargo del grupo y éste hizo un gesto de aprobación. El sargento le
hizo una rápida indicación al ametralladorista. El ametralladorista era el cabo
primero Miranda. Éste corrió unos metros hacia adelante, puso rodilla en
tierra, apuntó y disparó una ráfaga con la UZI. La moto cayó sobre la banquina
a unos treinta metros. Miranda corrió hacia ese lugar y cuando estaba a no más
de dos metros volvió a disparar. Eran las órdenes para casos de delincuentes en
fuga. Las autopsias comprobaron que Amaya presentaba seis orificios de ingreso
de balas de nueve milímetros repartidos en su espalda, uno en la nuca y un roce
en la parte posterior de su brazo derecho. Lucas un orificio de ingreso en la
nuca y dos en el cuello, en su parte posterior. El dermotest original positivo
se comprobó más tarde que fue trucho. Se abrió una causa por falsedad
ideológica de pericia y falso testimonio. La grabación que hicieron unos chicos
que esperaban el colectivo del otro lado de la ruta mostraron cuando los
policías, después del doble crimen, plantaban dos revólveres Tauro al lado de
Lucas y de Amaya.
Un año antes de ese control
policial rutero, Segundo Demetrio Miranda se había quedado sin trabajo. Había cerrado
la fábrica. Su padre había muerto hacía tres meses baleado en el asalto al
kiosco con el que mal sostenía a la familia. Tenía dos hermanos menores, Pincho
de 10 y Alejo de 6. Su madre, Hermelinda, una mujer de 43 años pero que parecía
de 65, hacía limpieza por horas y su ingreso no alcanzaba al grupo familiar ni
para llegar al diez del mes. Menos mal que no alquilaban, el terreno que
ocupaba la precaria vivienda era fiscal y hasta el momento nadie les había
reclamado. Hermelinda volvió un día de la verdulería con media docena de huevos.
Cuando los desenvolvió vio que el Ministerio de Seguridad provincial convocaba
a ingresar a la policía, para servir a la comunidad. Se lo dijo enseguida a
Segundo, con ojos que eran más de súplica que de mero aviso. Estaba en la edad,
el límite eran 25 años. En dos meses Segundo recibió instrucción, un arma y una serie de
indicaciones sobre el mal, la delincuencia, el valor y lo principal, que era
proteger a la institución y especialmente cubrir a sus camaradas. Segundo se llenó de
orgullo y sintió que podía mirar al mundo desde arriba. Tenía autoridad. Podía
detener personas e intervenir para prevenir y reprimir el crimen. No podía dejar de pensar en el destino de su padre. Terminar con
la inseguridad era el lema, sostenido también por la gente y sus propios
vecinos, que apoyaban la decisión de ponerse duros con los delincuentes. Lo que
dice la policía cuando actúa es lo que hay que creer, escuchó que se afirmaba.
Que los tiros sean por la espalda es solo un detalle, oyó decir a una
funcionaria. Segundo, lleno de autoridad y poder, salió a enfrentar el crimen y
a obedecer las instrucciones de sus superiores. Su vida y la de su pobre
familia cambiaron por completo. Hasta que escucharon la voz pausada y firme del
doctor Alvarado.
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