viernes, 13 de abril de 2018

¡BASTA!




Controló al detalle los rutinarios movimientos de la pareja de Pitufos. A diario pasaban por la cuadra de su casa hasta las siete de la tarde. Después se esfumaban como si en algún conciliábulo secreto estuviese pactado que a partir de esa hora ningún hecho ilícito fuera a producirse en el barrio. El Pitufo varón era delgadito, alto, caminaba hamacándose como niño yendo con desgano al colegio. Es que lo era, no tendría más de veintidós años. Llevaba la pistola colgando del correaje caído a mitad del muslo. La Pitufo mujer era bajita, menuda como un gorrión, inquietaba que pudiese ser menor todavía. A ella el uniforme azulino le sobraba por todos lados, pero el correaje lo llevaba ajustado y la pistola bien ceñida a la diminuta cintura. Los dos andaban pegados, casi siempre charlando y el resto del tiempo sonriendo mientras digitaban mensajes en sus celulares. Eran candidatos ideales para hacerse de una pistola sin mayores riesgos.


Lo primero que hizo fue ir a la farmacia de otro barrio. Un cliente desconocido dificultaría, en todo caso, seguir una pista. Allí compró dos pares de guantes de latex para cirujano. Uno de más por si necesitara repuesto. El día señalado, a las seis y cuarenta de la tarde, cuando el crepúsculo asoma, se ocultó en el zaguán de una caza chorizo a media cuadra de la suya que, la suerte quería, estaba en sombras. El alumbrado público no funcionaba desde hacía meses. Se había puesto zapatillas para evitar el ruido de los pasos y se hizo de un viejo palo de amasar que arrumbado en el altillo había sido de su abuela. Ni bien pasaron los dos, ensimismados en sus charlas telefónicas, exultantes por los breves minutos que les quedaban para escapar hacia el descanso, salió del zaguán. No hizo ningún ruido. Casi en puntas de pie se les acercó por detrás. Les sacudió un fuerte golpe a cada uno en la cabeza. Quedaron ambos Pitufos desparramados entre las baldosas y el barro del cantero que limitaba con el cordón de la vereda. Los celulares brillaban a cada lado. Se acercó rápidamente y fue a el a quien le extrajo la pistola. El correaje suelto lo permitía con mayor facilidad. Escapó como si hubiese sido un ser inmaterial trasladándose en otra dimensión. Se metió en su casa. Nadie vio nada.

Conrado Isidro Camargo, huérfano y sin más familia que su mujer e hijos, cuando a la noche siguiente llegó a su casa, llevaba los dientes apretados, el mentón levantado y una mirada dura. Buscaba en quién descargar sus frustraciones de tipo solo, fracasado, despreciado. Metió la mano en el bolsillo, sacó un cigarrillo del paquete, lo encendió y tras llenar de humo su cabeza dio un grito. ¡Puta, a dónde estás! ¡Vení para acá! ¡¿Dónde estás carajo?! Todo lo que oyó fue silencio. Un inesperado silencio, extraño e inhabitual, que perturbó por un momento sus violentos objetivos. No oyó llorar a los chicos, cosa que sumó preocupación a su asombro. La hija de puta se fue, pensó, no me digas que la hija de puta se fue con los chicos, se repitió a sí mismo. O tal vez se los llevó a la casa de la bruja de su madre y ella está encerrada en la pieza, se dijo. Entonces se lanzó a buscar, habitación por habitación, esperando encontrarla acurrucada detrás de algún sillón, de la cómoda o debajo de la cama.  No hubo caso. Ninguna de las puertas que pateó le dio resultado. No la encontraba. Se fue, se dijo a sí mismo vencido, la guacha se fue con los pibes. Entonces entró a la cocina como para darse un respiro. Necesitaba desquitarse la bronca y la frustración. Golpeó la puerta, dio un puñetazo a la tapa de la alacena, pateó una de las sillas que rebotó contra la pared, yendo a morir contra la puerta patas arriba. Las manos le temblaban, negadas del objetivo que traía en mente. Se bajó un vaso entero de whisky de la botella y el vaso que extrañamente encontró que había sobre la mesa. La guacha además estuvo chupando, se dijo. Los dedos del puño, que esperaba usar para otra cosa, para descargar su furia de bruto naufragado, acostumbrado a repartir culpas en otros por su propia mediocridad, le temblaban de rabia al no encontrar el destino propuesto para esa noche. Como todas las noches, pero esa en especial. De un zapatazo apartó de la mesa la otra silla que había quedado en pie. Se desplomó en ella, llenó otra vez el vaso, volvió a vaciarlo de un trago y lo apoyó de un golpe. Se acodó en la tabla de fórmica y se dedicó, sumido en pensamientos tormentosos, a frotarse el mentón. Como destellos de loco, enturbiada su mente de vapores de whisky, por su cabeza desfilaban borrosas imágenes de acciones a emprender.

Mientras se rascaba el cuello, clavados sus ojos enrojecidos en los abstractos dibujos de la mesa enchapada, una mano silenciosa se le aproximó por la espalda. Había emergido por detrás del canasto de ropa para planchar, el único lugar que a el no se le ocurrió revisar, como jamás lo hacía. La mano acercó la boca del cañón a la sien derecha, aprovechando que estaba libre, mientras los dedos rascaban el cuello. Apoyar y disparar fue una acción simultánea. El tipo no tuvo tiempo de reaccionar cuando sintió el frío del metal en la piel, justo un centímetro por delante y otro más arriba de la oreja. La cabeza dio un golpe sobre la mesa, como si hubiese caído sobre ella el frasco del azúcar. Así quedó, sentado y con el brazo que antes había rascado su nuez de Adán y vaciado el whisky, colgado como queriendo tocar el piso con la punta del dedo índice.  Una aureola comenzó a formarse alrededor de la cabeza muerta. No era signo de santificación, sino sangre. Entonces ella, aunque con evidente aprehensión, levantó la mano caída, le calzó la pistola, apretó los dedos muertos y la dejó así, sobre la mesa, algo apartada para que no pudiese discernirse después si fue la mano o la sangre aquello que cayó primero sobre la tabla. Enseguida abrió la nota que traía preparada, escrita en la impresora de Olga, una amiga incondicional. La colocó debajo del vaso cuyo fondo de whisky ya nadie tomaría. Estoy convencido que ella me engaña, no me deja ver a los chicos, me persigue con denuncias, no lo soporto más. Debajo del texto estaba también impreso un nombre: Conrado. Salió de la casa con cuidado. En el auto, que dejara estacionado a la vuelta, se quitó los guantes y los metió en el bolsillo. Cuando llegó al departamento tocó timbre, su madre le abrió la puerta y los chicos le saltaron al cuello felices. Después de que éstos se durmieran, metieron los guantes en agua caliente y detergente, los frotaron bien y los dejaron allí por un buen rato. Servirían más tarde para protegerse las manos en algún arreglo.

Tres días antes, las piernas de Daniela Olson no querían avanzar. Estaban como entumecidas, se negaban a moverse. No eran las piernas de Daniela, sino su cerebro, su alma, quienes no querían avanzar. En su casa, después del trabajo, lo que la esperaba eran los insultos y los golpes de su marido. Formaban parte del diario calvario. La casa, el hogar que había sido el sueño de su matrimonio, el sueño de la familia que creyó construiría con el hombre que amó, el último año fue por el contrario un infierno al que diariamente se sometía casi por inercia. Los chicos llorando encerrados en su habitación. Yéndoles mal en el colegio. Ella pidiendo ¡por favor, basta, basta, no aguanto más! Y después encerrarse en el baño a llorar y lavar sus heridas, sus moretones. Los del cuerpo, porque los del alma era imposible sanarlos. Las lastimaduras, del cuerpo y del alma, eran cada vez más profundas, dolorosas y terminales. Estaba cansada de denuncias y de perimetrales inútiles. Y llegó un momento en que Daniela dijo ¡basta! Pero no a su marido violento. Y no fue una súplica. Fue una notificación. Una notificación a ella misma, decidida, mirándose al espejo en el baño, esa que fue la última vez en que el la sometió a la humillación y al dolor de las cachetadas, puñetazos y patadas. Vio su cara desfigurada, más que por los moretones, por el dolor del alma que había convertido su rostro en un indecible cuadro de tristeza. Y ese basta que se dijo, decidida, seria, observándose firme a sus propios ojos a través del empañado espejo, no era un basta de abandono, un basta de irse, un basta de fuga. Era otra cosa. Esa era su casa, aquellos que otra vez oía llorar encerrados en el cuarto eran sus hijos. Ese era, en definitiva, su lugar. El que tenía que irse era el. Definitivamente. Y sin consecuencias. Después de que el se durmió se hizo unos mates y se sentó a la mesa de la cocina a pensar. Fue al rato cuando, dando vueltas sobre la forma de hacerlo, pensó en los Pitufos.
 

Glosario

A
miga. La amiga fiel e incondicional de Daniela era su madre, Olga, experta abogada penalista, jubilada. Con su computadora e impresora se dedicaba ahora a reproducir mandalas para sus nietos, ayudarlos en las tareas escolares, orientar a abogados jóvenes que fueron sus alumnos… y a darle una mano a su hija cuando lo necesitaba. Sabía perfectamente cómo borrar archivos, aún del cesto de papeles y hasta del disco duro.
C
hicos. Los chicos recuperaron la paz y mejoraron rápidamente en el colegio.


D
elito. El delito quedó “esclarecido” cuando se comprobó que fue Conrado Isidro Camargo el autor del atentado y sustracción de la pistola reglamentaria. Los de la científica la encontraron en su mano derecha. La obtuvo por esa vía para suicidarse, en estado de desesperación y alcoholizado, ante un drama familiar.
G
uantes. Los dos pares de guantes para cirujano duraron bastante tiempo, hasta que el uso los deterioró definitivamente. Un pobre de los tantos que excluye el sistema, al romper la bolsa de residuos buscando algún resto de comida, hizo que cayeran y quedaran tirados en la vereda, frente a la casa de Daniela Olson. Los Pitufos al pasar esa tarde los vieron. Con la sensación de cumplir un servicio para la comunidad, los levantaron y arrojaron en un cesto público.
P
itufos. Los Pitufos primero tuvieron problemas en la repartición. Especialmente el. Sumario administrativo, suspensión de tareas y retención de haberes. Además de la alarma. ¿Retornaría la sustracción de armas reglamentarias por algún nuevo grupo terrorista? Pero al haberse esclarecido el delito y su móvil, se redujo su sanción y volvieron a trabajar juntos en el mismo barrio.
S
epelio. El sepelio fue breve y puramente formal. Solo estuvieron ella, los dos chicos y Olga.



W
hisky. La botella de whisky y el vaso sobre la mesa de la cocina los dejó Daniela. A propósito. Sabía que se bajaría por lo menos dos. Era el escenario perfecto. Además necesitaba algo que sostuviera la nota.

… ¡Ah…. Y Daniela fue feliz!

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