
El tipo estaba esposado y con la
cabeza envuelta. Hablaba masticando palabras como un enajenado. Los que lo
llevaban no entendían bien qué demonios quería decir. Menos aún por el pullover
que le tapaba la cara. Está más loco que
una cabra, dijo el policía que lo tenía sujeto por detrás. Cuando lo
metieron en el patrullero, bajándole la cabeza, después de tirarse en el
asiento y durante todo el viaje hasta la comisaría repetía y repetía algo que
solo el entendía: ¡Sos el primero, claro
que sos el primero, el primero en cagar, el primero en irte al infierno! ¡Sos
el primero, el primero en cagar, el primero en irte al infierno! ¡Sos el
primero…!
Ernesto Saravia entró a la
peluquería. Saludó a su peluquero y le hizo el chiste que venía repitiendo
desde hacía quince años. ¿Cómo va Roberto
querido? Vengo a que me pongas más lindo de lo que soy? Roberto sonrió sin
quitar la vista del cuello del cliente de turno, mientras le emprolijaba el
afeite con la navaja. Cuidado con eso,
le dijo Ernesto, no sea cosa que un
descuido haga que termine en un calabozo. Roberto volvió a sonreír, y
continuó por la cabeza del cliente, que estaba tratando que se pareciera a la
de Yul Brynner. Después Ernesto saludó en general y sin mirar a las pocas
personas que esperaban, fue a sentarse en una de las sillas para aguardar su
turno. Miró de reojo la mesita repleta de revistas Para ti, Gente y Viva.
Eligió una al azar y empezó a pasar las páginas. Quien lo viera diría que no
las estaba mirando sino contando. Seguía con la vista fija dirigida hacia
Roberto. Entonces, entre chasquido y chasquido producido por el movimiento del
papel, preguntó: ¿Tengo para mucho,
Roberto? Lo importante no fue la respuesta del peluquero, que dijo No Ernesto,
tranquilo, dos personas, hago rápido, sino que al barrer los costados con
una fugaz mirada, Ernesto descubrió que exactamente a su lado, rozándolo con el
brazo que sostenía a medio abrir el Clarín del día, estaba sentado Eduardo
Elías Sanabria. Había sido presidente del honorable concejo deliberante de la
fuerza oficialista cuando Ernesto ocupó una banca por uno de los partidos del
frente que había ganado. Hacía catorce años. Habían pasado cuatro inundaciones,
dos tornados y seiscientos cortes de luz, entre otras decenas de calamidades a
las que el municipio estaba condenado. Pero el rencor y el odio que le tenía no
solo que no había cicatrizado, sino que mantenía el costurón a flor de piel,
grueso como una soga de amarre. Sanabria era peronista de esos de corazón,
venido de la Resistencia y de unidades básicas con piso de tierra, tango los
domingos y la Marcha cantada con furor y devoción religiosa sobre el disco de
pasta que ya casi no soportaba más pasadas, del que brotaba la potente voz de
Hugo del Carril. Ernesto, por el contrario, era socialista. Había entrado como
concejal por pura casualidad, porque en el enjuague de los acuerdos electorales
lo habían puesto para rellenar y dárselas de amplios en un lugar sin
expectativas. Pero los imprevistos de esos con los que la política está plagada
hizo que dos concejales entrantes fueran designados en cargos del ejecutivo, el
que seguía cayó preso porque le encontraron dos panes de cocaína prensada
debajo de la rueda de auxilio de su Dodge 1500, y el que venía después,
increíblemente, se fue a morir dos días antes de la jura. El que seguía era
Ernesto Saravia. Y era el único representante socialista en el deliberante, de
la lista ganadora.
Valiéndose de su superioridad y
excluyente manejo del poder, Sanabria privó a Saravia de los recursos mínimos
para conformar su despacho, su oficina era un sucucho alquilado en un edificio
alejado de la comuna, tenía que pagarse el teléfono, no tenía asesores pagos ni
viáticos. Cada vez que pedía intervenir para hablar en el recinto Sanabria lo
ignoraba, intentando después justificarse en que no había visto su mano
levantada. Cuando lograba conseguir el uso de la palabra, el presidente le
hacía chanzas jugando con la similitud fonética de los apellidos. Le decía esta presidencia a cargo del edil Sanabria
le da la palabra al edil Saravia, y por lo bajo, aunque dejando que se
oyese, agregaba pero Saravia nunca
llegará a Sanabria. Y enseguida se ponía a leer algún expediente y a veces
hasta revistas que siempre oportunamente había sobre el estrado. Hacía que
leía, sonriendo maliciosamente de soslayo, poniendo en evidencia que no le
prestaba atención ni le interesaba en lo más mínimo su palabra. Sanabria hacía
expreso y mortificante el desinterés de la mayoría sobre los clamores de un
edil que, según siempre comentaba y dejaba trascender, no representaba a nadie.
Lo único que le quedaba a Saravia era adherir al voto del bloque mayoritario al
que pertenecía. De lo contrario hasta podía correr riesgo su dieta. Sanabria lo
humillaba con comentarios irónicos sobre la amplitud
de su representación popular, el ridículo porcentaje de votos que había
obtenido su partido en las últimas elecciones y la cantidad de gente que reunían en las calles sus convocatorias a la
protesta contra alguna medida del oficialismo que no compartía. En entrevistas
radiales, el presidente del concejo deliberante no escatimaba referirse a él
con hirientes mordacidades, como el edil
número uno, aclarando enseguida que lo decía porque su partido político era el solo. Solía además referirse a Saravia
como el concejal que representaba a la
cuadra de su casa.
Ahora Saravia lo tenía a Sanabria
al lado, en la peluquería, enfrascado en la lectura del diario. Además lo había
rozado con el brazo. Le recordó aquellos momentos en que lo había humillado mediante
incontables destratos e ignominias, al punto que cuando terminó el mandato de
las listas en la que Saravia había entrado, en la chapa recordatoria que
colocaron en la sala de espera del honorable concejo deliberante no habían
puesto su nombre. Fue una increíble
omisión, un error imperdonable, le dijo Sanabria en un tono
inocultablemente burlón. En eso Roberto terminó con Yul Brinner, le barrió el
cuello con el pincel entalcado y le sacudió la camisa para quitarle los pelos
que cayeron con el corte. Listo don Carlos,
dijo. El hombre se levantó, sacó dos billetes de cien, Roberto los guardó y lo
despidió amablemente. Después se volvió hacia la clientela que esperaba y dijo:
su turno don Eduardo. Eduardo cerró
el diario, al acomodarlo en la mesita lo vio a Ernesto, se sorprendió, y
cometió el último desplante de su vida dirigido al ex compañero de lista. Palmeándolo
en la pierna le soltó: ¡Saravia, qué
sorpresa! Como siempre, Sanabria está
primero que Saravia, ja ja ja. Se levantó y sonriendo burlonamente, como lo
había hecho siempre en presencia de Ernesto, fue y se sentó en el sillón
giratorio del peluquero. Lo miró al ex edil socialista reflejado en el enorme
espejo que tenía delante y agregó: ¿Vio?
Yo siempre en el sillón más grande, qué le va a hacer, unos nacen para Saravia
y otros para Sanabria. A partir de allí sucedió lo inesperado. Ni Roberto,
ni el otro cliente que esperaba, ni mucho menos Eduardo, pudieron ver cómo fue
que hizo Ernesto para dar un salto, hacerse de la navaja y cruzarle un tajo de
oreja a oreja al ex presidente del concejo deliberante, que a partir de ese
momento ya no necesitaría más un corte de pelo.
Cuando lo metieron a Ernesto
Saravia en el patrullero, esposado y con la cabeza envuelta en el pullover que
llevaba, los policías estaban convencidos de que se trataba de un loco que
había tenido un brote. Oían que mascullaba y repetía incansablemente entre
dientes, como poseso, una confusa frase sobre alguien que estaba primero. Mirá que venir a matar así por un turno en la peluquería, dijo el chofer mientras ponía primera.
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