viernes, 20 de abril de 2018

EDILES






El tipo estaba esposado y con la cabeza envuelta. Hablaba masticando palabras como un enajenado. Los que lo llevaban no entendían bien qué demonios quería decir. Menos aún por el pullover que le tapaba la cara. Está más loco que una cabra, dijo el policía que lo tenía sujeto por detrás. Cuando lo metieron en el patrullero, bajándole la cabeza, después de tirarse en el asiento y durante todo el viaje hasta la comisaría repetía y repetía algo que solo el entendía: ¡Sos el primero, claro que sos el primero, el primero en cagar, el primero en irte al infierno! ¡Sos el primero, el primero en cagar, el primero en irte al infierno! ¡Sos el primero…!

Ernesto Saravia entró a la peluquería. Saludó a su peluquero y le hizo el chiste que venía repitiendo desde hacía quince años. ¿Cómo va Roberto querido? Vengo a que me pongas más lindo de lo que soy? Roberto sonrió sin quitar la vista del cuello del cliente de turno, mientras le emprolijaba el afeite con la navaja. Cuidado con eso, le dijo Ernesto, no sea cosa que un descuido haga que termine en un calabozo. Roberto volvió a sonreír, y continuó por la cabeza del cliente, que estaba tratando que se pareciera a la de Yul Brynner. Después Ernesto saludó en general y sin mirar a las pocas personas que esperaban, fue a sentarse en una de las sillas para aguardar su turno. Miró de reojo la mesita repleta de revistas Para ti, Gente y Viva. Eligió una al azar y empezó a pasar las páginas. Quien lo viera diría que no las estaba mirando sino contando. Seguía con la vista fija dirigida hacia Roberto. Entonces, entre chasquido y chasquido producido por el movimiento del papel, preguntó: ¿Tengo para mucho, Roberto? Lo importante no fue la respuesta del peluquero, que dijo No Ernesto, tranquilo, dos personas, hago rápido, sino que al barrer los costados con una fugaz mirada, Ernesto descubrió que exactamente a su lado, rozándolo con el brazo que sostenía a medio abrir el Clarín del día, estaba sentado Eduardo Elías Sanabria. Había sido presidente del honorable concejo deliberante de la fuerza oficialista cuando Ernesto ocupó una banca por uno de los partidos del frente que había ganado. Hacía catorce años. Habían pasado cuatro inundaciones, dos tornados y seiscientos cortes de luz, entre otras decenas de calamidades a las que el municipio estaba condenado. Pero el rencor y el odio que le tenía no solo que no había cicatrizado, sino que mantenía el costurón a flor de piel, grueso como una soga de amarre. Sanabria era peronista de esos de corazón, venido de la Resistencia y de unidades básicas con piso de tierra, tango los domingos y la Marcha cantada con furor y devoción religiosa sobre el disco de pasta que ya casi no soportaba más pasadas, del que brotaba la potente voz de Hugo del Carril. Ernesto, por el contrario, era socialista. Había entrado como concejal por pura casualidad, porque en el enjuague de los acuerdos electorales lo habían puesto para rellenar y dárselas de amplios en un lugar sin expectativas. Pero los imprevistos de esos con los que la política está plagada hizo que dos concejales entrantes fueran designados en cargos del ejecutivo, el que seguía cayó preso porque le encontraron dos panes de cocaína prensada debajo de la rueda de auxilio de su Dodge 1500, y el que venía después, increíblemente, se fue a morir dos días antes de la jura. El que seguía era Ernesto Saravia. Y era el único representante socialista en el deliberante, de la lista ganadora.

Valiéndose de su superioridad y excluyente manejo del poder, Sanabria privó a Saravia de los recursos mínimos para conformar su despacho, su oficina era un sucucho alquilado en un edificio alejado de la comuna, tenía que pagarse el teléfono, no tenía asesores pagos ni viáticos. Cada vez que pedía intervenir para hablar en el recinto Sanabria lo ignoraba, intentando después justificarse en que no había visto su mano levantada. Cuando lograba conseguir el uso de la palabra, el presidente le hacía chanzas jugando con la similitud fonética de los apellidos. Le decía esta presidencia a cargo del edil Sanabria le da la palabra al edil Saravia, y por lo bajo, aunque dejando que se oyese, agregaba pero Saravia nunca llegará a Sanabria. Y enseguida se ponía a leer algún expediente y a veces hasta revistas que siempre oportunamente había sobre el estrado. Hacía que leía, sonriendo maliciosamente de soslayo, poniendo en evidencia que no le prestaba atención ni le interesaba en lo más mínimo su palabra. Sanabria hacía expreso y mortificante el desinterés de la mayoría sobre los clamores de un edil que, según siempre comentaba y dejaba trascender, no representaba a nadie. Lo único que le quedaba a Saravia era adherir al voto del bloque mayoritario al que pertenecía. De lo contrario hasta podía correr riesgo su dieta. Sanabria lo humillaba con comentarios irónicos sobre la amplitud de su representación popular, el ridículo porcentaje de votos que había obtenido su partido en las últimas elecciones y la cantidad de gente que reunían en las calles sus convocatorias a la protesta contra alguna medida del oficialismo que no compartía. En entrevistas radiales, el presidente del concejo deliberante no escatimaba referirse a él con hirientes mordacidades, como el edil número uno, aclarando enseguida que lo decía porque su partido político era el solo. Solía además referirse a Saravia como el concejal que representaba a la cuadra de su casa.

Ahora Saravia lo tenía a Sanabria al lado, en la peluquería, enfrascado en la lectura del diario. Además lo había rozado con el brazo. Le recordó aquellos momentos en que lo había humillado mediante incontables destratos e ignominias, al punto que cuando terminó el mandato de las listas en la que Saravia había entrado, en la chapa recordatoria que colocaron en la sala de espera del honorable concejo deliberante no habían puesto su nombre. Fue una increíble omisión, un error imperdonable, le dijo Sanabria en un tono inocultablemente burlón. En eso Roberto terminó con Yul Brinner, le barrió el cuello con el pincel entalcado y le sacudió la camisa para quitarle los pelos que cayeron con el corte. Listo don Carlos, dijo. El hombre se levantó, sacó dos billetes de cien, Roberto los guardó y lo despidió amablemente. Después se volvió hacia la clientela que esperaba y dijo: su turno don Eduardo. Eduardo cerró el diario, al acomodarlo en la mesita lo vio a Ernesto, se sorprendió, y cometió el último desplante de su vida dirigido al ex compañero de lista. Palmeándolo en la pierna le soltó: ¡Saravia, qué sorpresa!  Como siempre, Sanabria está primero que Saravia, ja ja ja. Se levantó y sonriendo burlonamente, como lo había hecho siempre en presencia de Ernesto, fue y se sentó en el sillón giratorio del peluquero. Lo miró al ex edil socialista reflejado en el enorme espejo que tenía delante y agregó: ¿Vio? Yo siempre en el sillón más grande, qué le va a hacer, unos nacen para Saravia y otros para Sanabria. A partir de allí sucedió lo inesperado. Ni Roberto, ni el otro cliente que esperaba, ni mucho menos Eduardo, pudieron ver cómo fue que hizo Ernesto para dar un salto, hacerse de la navaja y cruzarle un tajo de oreja a oreja al ex presidente del concejo deliberante, que a partir de ese momento ya no necesitaría más un corte de pelo.

Cuando lo metieron a Ernesto Saravia en el patrullero, esposado y con la cabeza envuelta en el pullover que llevaba, los policías estaban convencidos de que se trataba de un loco que había tenido un brote. Oían que mascullaba y repetía incansablemente entre dientes, como poseso, una confusa frase sobre alguien que estaba primero. Mirá que venir a matar así por un turno en la peluquería, dijo el chofer mientras ponía primera.

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