
El auto empezó a frenarse de
golpe, se desequilibró produciendo un chirrido de goma aplastada típico de
pinchadura. Bruno, oficial de calle de la comisaría primera, ese día de franco
rumbo a una parrilla con la esposa, su hijito y la suegra, lanzó una sonora
puteada que inundó el interior del Peugeot 504 como si hubiese estallado un
triangulito. ¡Por favor!, exclamó
escandalizada Griselda, su suegra, sentada en el asiento trasero. Lidia, su
esposa, a su lado, hizo un gesto de fastidio. Podrías no ser tan guarango. Acá
está el chico. Se pinchó una goma, bueno,
se pinchó una goma, se cambia y listo. Bruno, feo de nacimiento y ahora rojo
como salsa fileto, apenas la miró de soslayo. Al hacerlo, comprobó que la casualidad
quiso que justo metros más adelante, sobre la misma mano, había un enorme
cartel sobrepasando la línea de la vereda: GOMERÍA CARLITOS. Una desgracia con suerte, pensó. Arrimó
despacio el auto a la vereda y lo fue acercando a la gomería hasta colocarlo sobre
la subida.
-Buenas, dijo el dueño del negocio, ni bien Bruno bajó del auto. El
tipo apareció repentinamente desde el interior como si fuera el muñeco de un
reloj cucú al dar las doce. Llevaba puesta una infinita cara de triste.
-No sé si son buenas, pero en fin, aquí estoy, dijo Bruno.
-¿Qué pasó?
-¿Y qué te parece que pudo haber pasado? –respondió Bruno en seco y
tuteándolo, como interrogando a un homicida.
-Usted dirá.
Bruno echó un vistazo de
desconcierto a su mujer y a la suegra, como esos que el policía malo hace al
bueno en medio de una tortura, después se volvió al gomero. El mal humor que
traía empezó a incrementársele. Se acomodó el pantalón y tanteó la Browining.
Pura costumbre.
-Mirá, ¿Carlitos, verdad?, qué te parece si te digo que pinché una goma,
es obvio, ahí la tenés, bastaba con ver cómo fui acercándome arrastrando el
auto.
-Sí, yo soy Carlitos. Estaba adentro trabajando con una llanta
-Respondió el gomero secamente -Todavía no sabía de la profesión del cliente.
-Bueno mirá, la hacemos corta Carlitos. Me vas a arreglar la pinchadura
-Dijo Bruno, a modo de orden de autoridad en día de servicio.
El gomero no contestó. Lo olfateó
y lo caló enseguida. Son inconfundibles,
se dijo. Dio media vuelta y se introdujo
en el local. Se perdió en un laberinto de neumáticos apilados, nuevos y
recauchutados, llantas colgadas de las paredes, tazas para todos los modelos,
tachos con agua, palancas y almanaques con mujeres desnudas. Desde por ahí se
lo oyó decir: por supuesto, enseguida.
Con un gesto contrariado empezó el trabajo. Seguro
me va a chapear y a garronear, la puta que lo parió, pensó.
Al rato volvió con el crique y
una llave cruz. Sacó la rueda, la hizo rodar hacia adentro. Bruno lo siguió. Pura
curiosidad, para matar el tiempo y de paso registrar todo lo que se pueda, como
hacen siempre. Las manos metidas en los bolsillos. Carlitos desmontó la goma,
la inspeccionó como si ya supiera en qué lugar estaba el problema y cuando lo
encontró se lo exhibió a Bruno.
-Aquí está. ¿Lo ve? Flor de clavo.
Era un clavo de por lo menos tres
pulgadas, doblado al medio y con el extremo a su vez acodado hacia arriba como
dos centímetros. Un verdadero miguelito.
¡Qué hijos de puta! –Exclamó Bruno. Deben ser chorros para hacerte
bajar del auto y afanarte. Después vienen con los derechos humanos.
Carlitos no dijo nada. Se limitó
a negar moviendo la cabeza componiendo un gesto de reprobación. Después
arrancó el clavo de la goma con una tenaza. Una extraña mueca tenía pegada en
la cara. Le hubiera gustado que fuera un diente del botón. Tiró el clavo sobre
una mugrienta mesada que había al costado y se fue con la goma adentro donde
tenía los implementos para colocarle un parche. Bruno se quedó allí, seguía con
las manos en los bolsillos. Empezó por inspeccionar a fondo los almanaques y
cuando se aburrió bajó la vista. La mesada tenía cajones. Sacó la mano derecha
y empezó a abrirlos uno a uno. En una de esas podía sacar provecho si le
encontraba algo sucio. Pinzas, destornilladores, plomos para alineación. De
pronto abrió el último. Las neuronas se le paralizaron. Se le atascaron en
punto muerto. Primero no entendió bien. Después el cerebro comenzó a
desentumecérsele y arrancó de a poco. Como el 504 todas las mañanas. A los tres
o cuatro segundos comprendió que lo que estaba viendo eran decenas, tal vez
cientos, de clavos miguelito idénticos al que Bruno acababa de extraerle a
su goma sonriendo como una hiena. Bruno cerró el cajón y esperó. Un gesto de
satisfacción le deformó aun más la cara de bruto con la que había nacido.
-Listo –dijo Carlitos reapareciendo al rato desde el fondo mientras
hacía rodar la cámara.
-Digamé, Carlitos, ¿es común que le aparezcan clientes con las gomas
atravesadas con estos miguelitos, que parecen armados a propósito? –Le
preguntó Bruno mientras hacía saltar en su mano el que el gomero había quitado
a su cubierta y dejado sobre la mesada.
-A veces –contestó Carlitos titubeando. Una nube de chaparrón le
cruzó el cerebro de lado a lado a modo de intuición. No pudo evitar que sus
ojos se desviaran al cajón.
-¡¿Falta mucho?! –Oyó Bruno que le gritaba su mujer desde el
interior del Peugeot.
Bruno miró hacia el auto de reojo,
maldijo por lo bajo y volvió al gomero.
-Usted, Carlitos, digamé, ¿los colecciona a medida que se los va sacando
a los pelotudos que se los clavan?
La cara del gomero empalideció.
Pasados unos segundos y mientras la pera le daba tirones como si hubiera sido
atacada por un tic nervioso, dijo sí… los
voy juntando.
Bruno se le acercó y lo miró fijo
a no más de cinco centímetros de la triste cara del gomero. Mientras le
mantenía la mirada como si le estuviese contando las pestañas, con la mano
derecha abrió lentamente el cajón de los miguelitos. Extrajo un puñado de ellos
y los llevó debajo de la nariz de Carlitos.
-Qué llamativo, Carlitos. Son todos iguales, los mismos clavos, las
mismas medidas, las mismas formas. Como si hubiesen sido todos confeccionados
por las mismas herramientas manejadas por las mismas manos. ¿Raro no? ¿Estos son los que ya sacó de las gomas o de los que están por clavarse en las de algún gil que páse por aquí? -dijo Bruno con acentuada mordacidad.
La frente de Carlitos comenzó a
despedir un agua negra, por la mezcla de la grasa y el polvillo de caucho que
se le venía adhiriendo desde que abrió el negocio.
-Una de dos, Carlitos –siguió Bruno-, o se trata de una casualidad de tipo extraterrestre que todos sus
ocasionales clientes tengan la mala suerte de pisar los mismos modelos, o hay
alguien que los hace especialmente para diseminarlos en las inmediaciones de su
gomería.
Carlitos se sintió perdido. El que me descubrió tenía que ser cana -pensó-, además de perdedor soy un pelotudo por dejarlos ahí tan a la
mano.
-Por favor, le
dijo a Bruno implorante, hace un año me
quedé sin trabajo, cerró la fábrica y mi primo me dejó este rebusque. Y con las cubiertas sin cámara cada vez hay
menos laburo…
-No hay problema
macho. Te entiendo. La cosa está jodida para todos. Podés seguir laburando. Eso
sí, este parche es gratis. Y además va a venir un amigo todos los viernes
a la hora de cierre. Te vas a dar cuenta solito que viene de parte mía. Vos me
entendés. ¿Me entendés, no? Sí, seguro que me entendés. El te va a decir lo que
salen los miguelitos por semana. Y no se te ocurra hacerte el piola. No estoy
seguro si tenés la habilitación municipal en orden. Además los miguelitos puede
pasar que no se claven solamente en los neumáticos. Te portás bien, y no vas a
tener ningún problema.
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