domingo, 6 de mayo de 2018

GOMERO SIN PROBLEMAS





El auto empezó a frenarse de golpe, se desequilibró produciendo un chirrido de goma aplastada típico de pinchadura. Bruno, oficial de calle de la comisaría primera, ese día de franco rumbo a una parrilla con la esposa, su hijito y la suegra, lanzó una sonora puteada que inundó el interior del Peugeot 504 como si hubiese estallado un triangulito. ¡Por favor!, exclamó escandalizada Griselda, su suegra, sentada en el asiento trasero. Lidia, su esposa, a su lado, hizo un gesto de fastidio. Podrías no ser tan guarango. Acá está el chico. Se pinchó una goma, bueno, se pinchó una goma, se cambia y listo. Bruno, feo de nacimiento y ahora rojo como salsa fileto, apenas la miró de soslayo. Al hacerlo, comprobó que la casualidad quiso que justo metros más adelante, sobre la misma mano, había un enorme cartel sobrepasando la línea de la vereda: GOMERÍA CARLITOS. Una desgracia con suerte, pensó. Arrimó despacio el auto a la vereda y lo fue acercando a la gomería hasta colocarlo sobre la subida.

-Buenas, dijo el dueño del negocio, ni bien Bruno bajó del auto. El tipo apareció repentinamente desde el interior como si fuera el muñeco de un reloj cucú al dar las doce. Llevaba puesta una infinita cara de triste.

-No sé si son buenas, pero en fin, aquí estoy, dijo Bruno.

-¿Qué pasó?

-¿Y qué te parece que pudo haber pasado? –respondió Bruno en seco y tuteándolo, como interrogando a un homicida.

-Usted dirá.

Bruno echó un vistazo de desconcierto a su mujer y a la suegra, como esos que el policía malo hace al bueno en medio de una tortura, después se volvió al gomero. El mal humor que traía empezó a incrementársele. Se acomodó el pantalón y tanteó la Browining. Pura costumbre.

-Mirá, ¿Carlitos, verdad?, qué te parece si te digo que pinché una goma, es obvio, ahí la tenés, bastaba con ver cómo fui acercándome arrastrando el auto.

-Sí, yo soy Carlitos. Estaba adentro trabajando con una llanta -Respondió el gomero secamente -Todavía no sabía de la profesión del cliente.

-Bueno mirá, la hacemos corta Carlitos. Me vas a arreglar la pinchadura -Dijo Bruno, a modo de orden de autoridad en día de servicio.

El gomero no contestó. Lo olfateó y lo caló enseguida. Son inconfundibles, se dijo.  Dio media vuelta y se introdujo en el local. Se perdió en un laberinto de neumáticos apilados, nuevos y recauchutados, llantas colgadas de las paredes, tazas para todos los modelos, tachos con agua, palancas y almanaques con mujeres desnudas. Desde por ahí se lo oyó decir: por supuesto, enseguida. Con un gesto contrariado empezó el trabajo. Seguro me va a chapear y a garronear, la puta que lo parió, pensó.

Al rato volvió con el crique y una llave cruz. Sacó la rueda, la hizo rodar hacia adentro. Bruno lo siguió. Pura curiosidad, para matar el tiempo y de paso registrar todo lo que se pueda, como hacen siempre. Las manos metidas en los bolsillos. Carlitos desmontó la goma, la inspeccionó como si ya supiera en qué lugar estaba el problema y cuando lo encontró se lo exhibió a Bruno.

-Aquí está. ¿Lo ve? Flor de clavo.

Era un clavo de por lo menos tres pulgadas, doblado al medio y con el extremo a su vez acodado hacia arriba como dos centímetros. Un verdadero miguelito.

¡Qué hijos de puta! –Exclamó Bruno. Deben ser chorros para hacerte bajar del auto y afanarte. Después vienen con los derechos humanos.

Carlitos no dijo nada. Se limitó a negar moviendo la cabeza componiendo un gesto de reprobación. Después arrancó el clavo de la goma con una tenaza. Una extraña mueca tenía pegada en la cara. Le hubiera gustado que fuera un diente del botón. Tiró el clavo sobre una mugrienta mesada que había al costado y se fue con la goma adentro donde tenía los implementos para colocarle un parche. Bruno se quedó allí, seguía con las manos en los bolsillos. Empezó por inspeccionar a fondo los almanaques y cuando se aburrió bajó la vista. La mesada tenía cajones. Sacó la mano derecha y empezó a abrirlos uno a uno. En una de esas podía sacar provecho si le encontraba algo sucio. Pinzas, destornilladores, plomos para alineación. De pronto abrió el último. Las neuronas se le paralizaron. Se le atascaron en punto muerto. Primero no entendió bien. Después el cerebro comenzó a desentumecérsele y arrancó de a poco. Como el 504 todas las mañanas. A los tres o cuatro segundos comprendió que lo que estaba viendo eran decenas, tal vez cientos, de clavos miguelito idénticos al que Bruno acababa de extraerle a su goma sonriendo como una hiena. Bruno cerró el cajón y esperó. Un gesto de satisfacción le deformó aun más la cara de bruto con la que había nacido.

-Listo –dijo Carlitos reapareciendo al rato desde el fondo mientras hacía rodar la cámara.

-Digamé, Carlitos, ¿es común que le aparezcan clientes con las gomas atravesadas con estos miguelitos, que parecen armados a propósito? –Le preguntó Bruno mientras hacía saltar en su mano el que el gomero había quitado a su cubierta y dejado sobre la mesada.

-A veces –contestó Carlitos titubeando. Una nube de chaparrón le cruzó el cerebro de lado a lado a modo de intuición. No pudo evitar que sus ojos se desviaran al cajón.

-¡¿Falta mucho?! –Oyó Bruno que le gritaba su mujer desde el interior del Peugeot.

Bruno miró hacia el auto de reojo, maldijo por lo bajo y volvió al gomero.

-Usted, Carlitos, digamé, ¿los colecciona a medida que se los va sacando a los pelotudos que se los clavan?

La cara del gomero empalideció. Pasados unos segundos y mientras la pera le daba tirones como si hubiera sido atacada por un tic nervioso, dijo sí… los voy juntando.

Bruno se le acercó y lo miró fijo a no más de cinco centímetros de la triste cara del gomero. Mientras le mantenía la mirada como si le estuviese contando las pestañas, con la mano derecha abrió lentamente el cajón de los miguelitos. Extrajo un puñado de ellos y los llevó debajo de la nariz de Carlitos.

-Qué llamativo, Carlitos. Son todos iguales, los mismos clavos, las mismas medidas, las mismas formas. Como si hubiesen sido todos confeccionados por las mismas herramientas manejadas por las mismas manos. ¿Raro no? ¿Estos son los que ya sacó de las gomas o de los que están por clavarse en las de algún gil que páse por aquí? -dijo Bruno con acentuada mordacidad.

La frente de Carlitos comenzó a despedir un agua negra, por la mezcla de la grasa y el polvillo de caucho que se le venía adhiriendo desde que abrió el negocio.

-Una de dos, Carlitos –siguió Bruno-, o se trata de una casualidad de tipo extraterrestre que todos sus ocasionales clientes tengan la mala suerte de pisar los mismos modelos, o hay alguien que los hace especialmente para diseminarlos en las inmediaciones de su gomería.

Carlitos se sintió perdido. El que me descubrió tenía que ser cana -pensó-, además de perdedor soy un pelotudo por dejarlos ahí tan a la mano.

-Por favor, le dijo a Bruno implorante, hace un año me quedé sin trabajo, cerró la fábrica y mi primo me dejó este rebusque. Y con las cubiertas sin cámara cada vez hay menos laburo…

-No hay problema macho. Te entiendo. La cosa está jodida para todos. Podés seguir laburando. Eso sí, este parche es gratis. Y además va a venir un amigo todos los viernes a la hora de cierre. Te vas a dar cuenta solito que viene de parte mía. Vos me entendés. ¿Me entendés, no? Sí, seguro que me entendés. El te va a decir lo que salen los miguelitos por semana. Y no se te ocurra hacerte el piola. No estoy seguro si tenés la habilitación municipal en orden. Además los miguelitos puede pasar que no se claven solamente en los neumáticos. Te portás bien, y no vas a tener ningún problema.

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