
Serían las once y media de la
noche. Amelia ya se había acostado. Abelardo, su esposo, se había quedado en el
comedor mirando Capitán sin barco, una
película de Jerry Lewis que repetían incansablemente por el canal Volver. Había
empezado la segunda botella de tinto y parecía decidido a no parar hasta
bajársela por completo. Todavía le dolían un poco las manos, pero aunque algo
del vino selección se iba fuera del vaso, podía seguir agarrando la botella lo
más bien. En eso oyó el timbre de la puerta de calle. Se sorprendió, quién carajo podrá venir a hinchar las
pelotas a esta hora, dijo hablándole al televisor. Empujó molesto la silla hacia
atrás y se acercó a la puerta. ¡¿Quién
es?!, preguntó a los gritos. Catalina,
contestó una voz suave y amigable, necesito
pedirle un favor, si usted es tan amable. Catalina era una vecina de cuadra
y media a quien a veces se cruzaba en la despensa. Vieja de mierda, qué carajo querrá, pensó. Entonces le abrió.
Cuando abrió la puerta se encontró con la sorpresa de su vida. Aparte de
Catalina, que por cierto tenía sus años, aunque se la veía ágil, estaban también
a su alrededor Clara, la dueña de la despensa; Ada, la vecina que vivía sola
exactamente enfrente de su casa; Diana, una empleada de la panadería muy amiga
de Amelia y que vivía al lado; Gracia, la hija de Diana, y otra mujer a la que
nunca había visto, cuya inmensidad corporal, su gordura, su enorme cara y
fundamentalmente sus brazos y papada impresionaban. Cada una estaba apoyada, a
modo de bastón, en un palo de escoba de esos que se compran para repuesto. A
los pocos segundos de abrirse la puerta, cuando Abelardo no había podido todavía
cambiar la cara de asombro y pánico que lo invadió ante esa
escenografía, la gorda le puso una mano en el pecho y lo empujó hacia adentro
de la casa. La puerta se cerró detrás de las seis mujeres. No pudo con las
seis. Y no solo que no pudo, sino que la paliza que recibió fue tal que no hizo
falta que ninguna le dijera que no tenía que volver más. De lo contrario, en
vez de seis serían doce, cifra a la que se le irían sumando de a seis cada vez
que reincidiera. Y funcionó. Nunca más se lo vio, no solo en ese barrio, sino
en la ciudad.
En el colegio Abelardo jamás
compartió los sándwiches de pebete y mortadela. En los recreos se apartaba
debajo del alero para que nadie le pidiese un mordisco de manzana. Buscaba
siempre sentarse en la última fila para, oculto detrás de sus compañeros,
gritarles groserías a las profesoras. Mientras los profesores escribían alguna
fórmula en el pizarrón les tiraba tizazos, piedritas y muchas veces tuercas que
traía escondidas en el fondo de su maletín. Enseguida escondía la mano y
simulaba escribir en su carpeta. Se mataba de la risa cuando por la confusión
mandaban a la celaduría a algún inocente. Los compañeros de clase lo habían
apodado El animal. De grande robó
materias, se recibió de maestro mayor de obra machetándose hasta las tablas de
multiplicar y en el oficio se le cayeron tres casas, un tinglado para la
canchita de papi de la sociedad de fomento del barrio, contabilizando dos
muertos y cuatro heridos graves. Chupaba como un obseso, pateaba a los perritos
de la cuadra y, lo que hacía que en el barrio lo tuvieran en la mira era que le
pegaba a Amelia, su mujer, incluso ante sus hijos, de cuatro y ocho años. Ella
aparecía en el almacén con un ojo negro, con la cara roja, con marcas en el
cuello, con hematomas impresionantes en los brazos, que siempre justificaba
argumentando caídas en la bañadera, tropezones en algún escalón o golpes por
descuido contra una puerta que creía cerrada. Las vecinas y sus amigas la
miraban incrédulas, hasta que una tarde en la verdulería, en medio de un mar de
llantos, reconoció la verdad. La explicaron que debía hacer la denuncia, un tipo que te hace eso no te quiere, no
seas tonta. Es tu vida y la de tus
hijos, le dijeron una y otra vez. Tardó en convencerse como cuatro palizas
más tarde. Fue a la comisaría de su zona, le tomaron a desgano una denuncia, le
preguntaron qué había hecho ella, la hicieron llorar y la mandaron a la
comisaría de la mujer. Allí la atendió una mujer policía, que puso en
conocimiento de la situación al fiscal en turno. Éste le aconsejó resguardarse
en un hogar municipal para mujeres víctimas de violencia y pidió al juez de
garantías que ordenara una restricción perimetral para Abelardo, cosa que así
se dispuso. A la semana la mandaron a
Amelia devuelta a su casa por razones de espacio, confiados de la perimetral, pero
cuyo cumplimiento por parte del animal nadie controlaría. Le hablaron de un
botón de pánico que no tenía ni idea de cómo conseguir y en su caso plata para
comprarlo. Pero una de sus amigas, confabulada con el resto de las mujeres del
barrio, le dijo que tenía que estar prevenida, pero de otra manera. ¡Qué botón de pánico ni botón de pánico!
Le explicó lo que, dado el caso, tenía que hacer. De alguna manera Abelardo se
enteró que ella volvió a la casa. Entonces decidió ir a encararla hecho una
furia. La perimetral me la paso por el
culo, ¿me oiste? ¡Por el cu lo!, le gritó ni bien abrió la puerta de un
patadón. Le pegó tantos cachetazos y trompadas que Amelia, después de lavarse
las lastimaduras en medio de los llantos y gritos de los pibes, tuvo que recostarse.
Se acordó de la consigna que le propusieron sus amigas. Entonces a las seis de
la tarde, todavía de día, salió al frente y colgó la bombacha roja, bien a la
vista, de una rama del limonero que tenía en la entrada. Diana, que ya se había
enterado del regreso del animal y mantenía un cerrado control desde su ventana,
vio enseguida la señal. Amelia la había cumplido al pie de la letra. Esa fue la
única perimetral que funcionó.
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