viernes, 9 de febrero de 2018

BOMBACHA ROJA





Serían las once y media de la noche. Amelia ya se había acostado. Abelardo, su esposo, se había quedado en el comedor mirando Capitán sin barco, una película de Jerry Lewis que repetían incansablemente por el canal Volver. Había empezado la segunda botella de tinto y parecía decidido a no parar hasta bajársela por completo. Todavía le dolían un poco las manos, pero aunque algo del vino selección se iba fuera del vaso, podía seguir agarrando la botella lo más bien. En eso oyó el timbre de la puerta de calle. Se sorprendió, quién carajo podrá venir a hinchar las pelotas a esta hora, dijo hablándole al televisor. Empujó molesto la silla hacia atrás y se acercó a la puerta. ¡¿Quién es?!, preguntó a los gritos. Catalina, contestó una voz suave y amigable, necesito pedirle un favor, si usted es tan amable. Catalina era una vecina de cuadra y media a quien a veces se cruzaba en la despensa. Vieja de mierda, qué carajo querrá, pensó. Entonces le abrió. Cuando abrió la puerta se encontró con la sorpresa de su vida. Aparte de Catalina, que por cierto tenía sus años, aunque se la veía ágil, estaban también a su alrededor Clara, la dueña de la despensa; Ada, la vecina que vivía sola exactamente enfrente de su casa; Diana, una empleada de la panadería muy amiga de Amelia y que vivía al lado; Gracia, la hija de Diana, y otra mujer a la que nunca había visto, cuya inmensidad corporal, su gordura, su enorme cara y fundamentalmente sus brazos y papada impresionaban. Cada una estaba apoyada, a modo de bastón, en un palo de escoba de esos que se compran para repuesto. A los pocos segundos de abrirse la puerta, cuando Abelardo no había podido todavía cambiar la cara de asombro y pánico que lo invadió ante esa escenografía, la gorda le puso una mano en el pecho y lo empujó hacia adentro de la casa. La puerta se cerró detrás de las seis mujeres. No pudo con las seis. Y no solo que no pudo, sino que la paliza que recibió fue tal que no hizo falta que ninguna le dijera que no tenía que volver más. De lo contrario, en vez de seis serían doce, cifra a la que se le irían sumando de a seis cada vez que reincidiera. Y funcionó. Nunca más se lo vio, no solo en ese barrio, sino en la ciudad.

En el colegio Abelardo jamás compartió los sándwiches de pebete y mortadela. En los recreos se apartaba debajo del alero para que nadie le pidiese un mordisco de manzana. Buscaba siempre sentarse en la última fila para, oculto detrás de sus compañeros, gritarles groserías a las profesoras. Mientras los profesores escribían alguna fórmula en el pizarrón les tiraba tizazos, piedritas y muchas veces tuercas que traía escondidas en el fondo de su maletín. Enseguida escondía la mano y simulaba escribir en su carpeta. Se mataba de la risa cuando por la confusión mandaban a la celaduría a algún inocente. Los compañeros de clase lo habían apodado El animal. De grande robó materias, se recibió de maestro mayor de obra machetándose hasta las tablas de multiplicar y en el oficio se le cayeron tres casas, un tinglado para la canchita de papi de la sociedad de fomento del barrio, contabilizando dos muertos y cuatro heridos graves. Chupaba como un obseso, pateaba a los perritos de la cuadra y, lo que hacía que en el barrio lo tuvieran en la mira era que le pegaba a Amelia, su mujer, incluso ante sus hijos, de cuatro y ocho años. Ella aparecía en el almacén con un ojo negro, con la cara roja, con marcas en el cuello, con hematomas impresionantes en los brazos, que siempre justificaba argumentando caídas en la bañadera, tropezones en algún escalón o golpes por descuido contra una puerta que creía cerrada. Las vecinas y sus amigas la miraban incrédulas, hasta que una tarde en la verdulería, en medio de un mar de llantos, reconoció la verdad. La explicaron que debía hacer la denuncia, un tipo que te hace eso no te quiere, no seas tonta. Es tu vida y la de tus hijos, le dijeron una y otra vez. Tardó en convencerse como cuatro palizas más tarde. Fue a la comisaría de su zona, le tomaron a desgano una denuncia, le preguntaron qué había hecho ella, la hicieron llorar y la mandaron a la comisaría de la mujer. Allí la atendió una mujer policía, que puso en conocimiento de la situación al fiscal en turno. Éste le aconsejó resguardarse en un hogar municipal para mujeres víctimas de violencia y pidió al juez de garantías que ordenara una restricción perimetral para Abelardo, cosa que así se dispuso.  A la semana la mandaron a Amelia devuelta a su casa por razones de espacio, confiados de la perimetral, pero cuyo cumplimiento por parte del animal nadie controlaría. Le hablaron de un botón de pánico que no tenía ni idea de cómo conseguir y en su caso plata para comprarlo. Pero una de sus amigas, confabulada con el resto de las mujeres del barrio, le dijo que tenía que estar prevenida, pero de otra manera. ¡Qué botón de pánico ni botón de pánico! Le explicó lo que, dado el caso, tenía que hacer. De alguna manera Abelardo se enteró que ella volvió a la casa. Entonces decidió ir a encararla hecho una furia. La perimetral me la paso por el culo, ¿me oiste? ¡Por el cu lo!, le gritó ni bien abrió la puerta de un patadón. Le pegó tantos cachetazos y trompadas que Amelia, después de lavarse las lastimaduras en medio de los llantos y gritos de los pibes, tuvo que recostarse. Se acordó de la consigna que le propusieron sus amigas. Entonces a las seis de la tarde, todavía de día, salió al frente y colgó la bombacha roja, bien a la vista, de una rama del limonero que tenía en la entrada. Diana, que ya se había enterado del regreso del animal y mantenía un cerrado control desde su ventana, vio enseguida la señal. Amelia la había cumplido al pie de la letra. Esa fue la única perimetral que funcionó.

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