
Vestida como si fuese a una
función de gala, entró al súper y se dirigió prestamente a la góndola de
enlatados y aderezos. Repasó el estante detenidamente, reproduciendo una mueca
copiada a la elegante primera actriz protagonista principal de la novela que la
tenía fascinada. Se esforzaba para que se viera que la zona de su elección era
la de productos importados, y dentro de ellos los más finos y caros. En eso
encontró lo que buscaba, tomó una cajita de calditos concentrados de doce
unidades, sabor carne, y tratando de que no se viera que era una marca común, se dirigió rápidamente a la caja registradora más cercana. Era lo
único que llevaba, porque era lo único que necesitaba. Era tarde y tenía que
preparar la cena. Cuando llegó a la fila de la caja rápida, hasta cinco productos, quedó de pronto
pasmada, tiesa, de una sola pieza, paralizada como si hubiese sido atravesada
por un rayo cósmico. Es que en la fila de al lado, la de caja normal, estaba la muchacha paraguayita que le venía tres
veces por semana. La muchacha que limpiaba su casa bajo órdenes estricta de
emperatriz, a la que le pagaba un dineral
por hacer todo mal. Un verdadero escándalo: empujaba un changuito
completamente lleno de productos que no podía ser que una muchacha llevase, así, como si nada. Para colmo, tan repleto que
superaba sus límites y parecía elevarse hacia el techo del súper como una
verdadera montaña. ¿En qué país estamos
viviendo?, se dijo indignada, mientras la mueca cinematográfica se le había
ido al sótano de su corpiño Push Up. ¡Y
élla, con una miserable cajita de calditos! En eso lo peor: la muchacha se dio
vuelta y la vio. Con una sonrisa sincera, de gente educada y buena, la saludó.
La emperatriz se sintió vista en la fila con una nimiedad en la mano al lado de
su muchacha cargando medio
supermercado. No lo pudo soportar, se dio media vuelta y, disimulando que solo
pasaba por allí, escondió la cajita de Knorr, le hizo un gesto arrogante a su muchacha y buscó un changuito con la
idea de llenarlo hasta el cielo, de lo importado más caro que pudiese encontrar.
Rosana Martínez había terminado
de ver el capítulo del día de la novela que la tenía atrapada a sangre y
espíritu, en un mundo de ensoñación del que veladamente aspiraba a ser parte. Por
derecho propio consideraba que ella era igual, ya que se sabía de descendencia
castiza, de piel blanca, cabello rubio y ojos claros. En esos cuarenta minutos de evasión Rosana se
sentía Etelvina Ibañez Viuda de Iturrieta, la protagonista que el manido guión
enlatado la puso como dueña de los campos cuya extensión se dejaba librada a la
imaginación de los televidentes. Campos que había heredado administrar a mano
monárquica, instalada en el casco de estancia en el que casi todo sucedía en un
estar infinito, con hogar siempre encendido, aún en verano, y en las mil
habitaciones que la fantasía sugería. Aposentos indefinidos, dedicados a tener,
cada uno, su pequeña historia de embarazos, besos apasionados, infidelidades,
inquietantes incestos y llantos desconsolados, conciliaciones y
reconciliaciones a granel. De lo contrario no sería una novela de televisión. Nada
en ese palacio llegaba a saberse jamás qué lugar ocupaba en la misteriosa
arquitectura de cartón pintado. La cabeza de Rosana estaba llena de intrigas
palaciegas y de escenografía. Pero ella las daba por cierto como reales. Quería
a todo o nada estar allí. Su buen pasar, la prosperidad de su negocio de venta
de ropa de mujer, fina y a la moda, era fruto exclusivo –se decía a sí misma- de
su esfuerzo personal, y de los miles que mes a mes le sumaba Marcelo Amato, su
esposo italiano, que de despojo de la guerra vino a fare l´américa, y terminó como empleado de archivo en el
ministerio, pero que cada tres meses su sueldo aumentaba superando regularmente
la maldita inflación que era el mal de este país atrasado. Odiaba al
gobierno, causante de todos los males, por los que resulta que el país estaba
lleno de vagos que vivían sin trabajar, a puros planes y subsidios, y además eran
feos, mal vestidos y tenían olor, sin contar conque muchísimos eran extranjeros
de desagradables y atrasados países vecinos. Cuando terminaron de pasar los
créditos de su amada novela, apagó el televisor y vio que era tiempo de pensar
en la cena. Amato llegaba a las ocho de la noche y a las nueve tenía que estar
todo listo. Fue a la cocina, abrió la heladera no frost con dos puertas y recorrió su contenido. Tapers con
variedad de fiambres, longaniza italiana, queso brie, un queso caciocavallo
empezado, untables saborizados, mortadela con pistacho, aceitunas rellenas,
cerezas al marraschino, un frasco enorme con tomatitos disecados, mostaza de
Dijón. Leche entera fortificada tenía,
varios frascos con anchoas en aceite, dos panes de manteca, dos botellas de
Chardonnay y dos de espumante, todos de la bodega Catena Zapata. En el freezer
pudo comprobar que lomo tenía, un buen matambre enrollado, seis lonjas de bifes
de chorizo de cuatro centímetros de grosor bien separados, una pila de
hamburguesas para los chicos y un montón de envoltorios de finos productos que
ya ni recordaba de qué se trataba pero que rebasaban el enorme compartimento. Pero
nada de eso podía descongelar en una hora. Vio entonces que tenía en la bandeja
inferior un hermoso chorizo cantimpalo sin empezar y lo suficiente como para
preparar un buen guiso de lentejas. A Amato le encantaba. Hacía frío y venía
bien. Abajo, en la zona de hortalizas, tenía suficientes papines importados,
fruta de la que se quisiera, hermosos y rojos tomates, lechuga manteca, escarola,
y, por supuesto, una buena cantidad de rúcula, que jamás podía faltar. La
rúcula da distinción. Pero, atención, vio que solo le faltaban calditos Knorr
de carne, que acostumbraba agregarle al guiso. Un cuadradito le sumaba muy rico sabor.
Pero esa noche Amato no comió su apetecido guiso de lentejas.
Aparte de que su esposa no estaba en casa, cuando llegó lo sorprendió un
llamado telefónico de la comisaría. Rosana no solo estaba “demorada” en la
dependencia policial de la zona, sino que necesitaba urgente asistencia médica.
Se había desmayado en medio de las góndolas del súper y provocado un estropicio
de latas y pilas de botellas desparramadas en la sección de almacén, cuando un
agente de seguridad privada del supermercado se le acercó y, sigilosamente, le
dijo al oído: señora, fue vista por las
cámaras de seguridad guardándose en el bolsillo del abrigo una cajita de
calditos, por favor... Ella no supo qué palabras siguieron, porque ese fue
el momento en que se derrumbó como edificio demolido a pura dinamita.
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