
Arístides
dejó de contemplar la danza de llamas azules y naranjas que le entregaba el hogar, como si repentinamente hubiese sido invadido por un espíritu. Anunció, sin más,
que iría a visitar a Ángela, vecina y amiga suya de toda la vida, desde antes
de conocer a su fallecida esposa. Ángela vivía al cuidado de su joven nieta,
cuyo amor a la abuela la llevó a instalarse con ella, aprovechando a la vez esa
tranquilidad para concluir sus estudios de medicina. Arnoldo, que visitaba con
regularidad a su tío con el fin de vigilar sus necesidades en tiempos del
ocaso, se detuvo por unos momentos inspeccionando el arrugado pero firme rostro
del tío para encontrar explicaciones sin palabras. No las obtuvo. Entonces le
preguntó directamente para qué haría eso a las diez de la noche, en medio de
semejante frío. La respuesta de Arístides fue lacónica y misteriosa. –Porque necesito verla en este momento.
Arnoldo no atinó más que a preguntar si quería que lo acompañase, cuánto
tardaría, a qué hora regresaría. La respuesta de su tío volvió a ser tan breve
como enigmática: -Voy yo solo. Ni bien termine estoy aquí. Se irguió
dando manotazos, luchando con denuedo contra los sabotajes de la artritis. Se
calzó campera y gorra, y de un bastidor del pasillo tomó su bastón de madera Andrea Del Verrocchio, que él mismo
tallara en palo coral cuando la cintura y las manos todavía le daban. Abrió y cerró la
puerta principal en acción precisa, que lo hizo desaparecer como si se tratara
de fantasma que nunca hubiera estado en la casa.
Ángela
era una viejita simpática, que hacía bastante tiempo había pasado los ochenta
años. Vivía sus tiempos de merced en un departamento de planta baja en el
centro del pueblo. Le gustaba escuchar radio. Sentada en su silla de reina se
la veía durante horas prestando serena e inclinada atención, casi tendida sobre
el aparato. Parecía rezar con devoción frente a una invisible deidad.
Probablemente era así por la fascinación que siempre le generaron las magias de
las radionovelas, cuyo encanto la llevaba a parecer buscar sumergirse
lentamente entre los circuitos del aparato. O tal vez lo fuera porque ya casi
ida estaba de la realidad, sumado a la pelea que le daban sus huesos viejos.
Estaba así, en estado de encantamiento, escuchando una radionovela de
imposibles enredos interpersonales, que la fascinaban aunque no terminada del
todo de entender, cuando Arístides dio los dos golpes acostumbrados con su Andrea Del Verrocchio en la puerta
principal. La cara de Ángela se encendió como la de una niña. La miró a su
nieta, le sonrió, y ésta fue enseguida a abrirle a la visita. Ángela volvió al
encantamiento de su inentendible radionovela. La nieta se dispuso a recibir a Arístides.
Tras
la partida de Arístides, después de haber platicado largamente con su tío, y en
esas pláticas haber cruzado mares tempestuosos y conquistado continentes
enteros, Arnoldo quedó flotando en un repentino mar de soledad e inesperada
quietud. Es que el tío tenía la mágica virtud de transformar con sus relatos e
historias las ficciones en realidades –seguramente esa virtud esculpida con
precisión durante sus largos años de ejercicio de la abogacía-, por lo cual era
capaz de hacer que sus interlocutores atravesasen el espejo de Alicia y
confundiesen sus maravillas con verdades. Repentinamente solo, Arnoldo se
dispuso a leer en la sala. Luego de prepararse un servicio de mate que colocó
en la mesa ratona, fue recorriendo con la vista la amplia biblioteca levantada
en madera de anchico, a ambos lados de la chimenea. Mientras sorbía de a poco
un mate, arrellanado en el canapé, escudriñaba los anaqueles como buscando
desde lejos una presa en noche de caza. Después se incorporó acomodando
convenientemente los elementos del mate en la mesita y se acercó a las
estanterías. Fue pasando el dedo índice por las filas de libros que mezclaban
al Quijote de la Mancha , El Coronel no tiene quien le escriba, El derecho penal del futuro de Luís
Jiménez de Asúa, y otros viejos manuales de derecho penal que el tío Aristides
usara en su ya olvidada profesión de abogado, en un tiempo que ni el mismo
recordaba a qué siglo había pertenecido. Allí fue cuando en uno de los estantes
encontró el libro, no parado entre los demás sino acostado sobre la fila de
unos viejos tomos de la colección La Ley. Era
de un tal Malcolm Reinert, pero lo
que a Arnoldo le llamó la atención fue su título: Concepción genial.
Miró rigurosamente la tapa, lo olfateó y lo dio vuelta, cosa que siempre hacía
al tomar un libro por primera vez. Según la sinopsis de la contratapa, que
rodeaba la fotografía de un hombre barbado, de expresión adusta y a la vez
graciosa, versaba sobre una investigación de las fuentes de la genialidad,
sosteniendo su carácter tributario directo de la índole de la concepción.
Afirmaba una extraña hipótesis: si se produce la concepción durante un
momento de lucidez de los autores, el concebido gozará de un nivel intelectual
superior. Arnoldo, atrapado por la curiosidad, lo bajó del estante y volvió al
sillón dispuesto a inquirir el contenido de esa extraña propuesta. Tomó un
mate, lo dejó casi con descuido sobre la mesita, y después de acomodarse,
pausadamente abrió la tapa y entró en los pensamientos de Reinert. Pasada una hora larga de lectura Arnoldo se había
sumergido en un conjunto extravagante de fórmulas para lograr unir, según el
autor, lucidez con coito. En realidad no se trataba este imposible libro de un
desarrollo científico demostrativo de la insólita teoría, sino que podría
decirse que partía de ésta como un preconcepto que daba por probado,
dedicándose simple y gruesamente a desplegar un listado de formas o
procedimientos según los cuales Malcolm
Reinert afirmaba tener por constatado que eran propicios para la
fecundación de un genio. La lucidez, por ejemplo, según el autor, podía encenderse en los momentos de hallarse la demostración de un teorema, o al
comprender cabalmente el concepto de acción impropia del derecho penal,
adentrándose también en otras ramas científicas y ejemplos que para Arnoldo
resultaban de una inaccesibilidad absoluta. De concebir la persona en esos
momentos, afirmaba Reinert, existía
un altísimo grado de probabilidad de que el descendiente fuere intelectualmente
superdotado. La teoría admitía dos supuestos, que llamaba de potencial simple y
de potencial complejo, según que el estado de lucidez hubiera embargado a solo
uno o a ambos partícipes de la cópula en estado de arrebato erudito. En otros
capítulos se abordaban casos que según estudios que el autor decía haber
efectuado -aunque no mostraba-, resultarían ejemplos de esas particulares
concepciones. Desde ya en el registro no faltaba el mismísimo Einstein,
argumentándose que Hermann y Pauline, padres del genio, lo habían concebido
luego de una apacible noche de contemplación del estrellado cielo de Ulm en
que, según Reinert, fueron juntos
sorprendidos por un repentino resplandor de lucidez que les permitió entrever
por unos momentos, los suficientes durante el nocturno amor, cómo es que el
firmamento se mantiene en su lugar y no se desploma en un tremendo cataclismo.
Fue un caso de potencial complejo y al mismo tiempo antecedente que explica la
elección del campo de investigación del ilustre científico. Arnoldo avanzaba en
la lectura de ese extraño libro, que incluía otros varios ejemplos citando a
Kepler, a Galileo, a Kant, a Marx, a Heidegger, al genio fugaz y misterioso de
Srinivasa Ramanujan, y en todos los casos describiendo por vía de deducción
improbables situaciones de frenesí amoroso de sus padres. Más adelante, el
insólito ensayo pasaba a especular sobre las formas de detectar estados de
lucidez, o de inducirlos, y también de encontrar cómo hacerlos coincidir con
los de la pareja de cada quien, para entregarse a procrear al instante, donde
fuera que se encontrasen. Las especulaciones del autor ahondaban inclusive en
la alimentación que resultaba según él adecuada para que el cerebro trabaje con
plenitud y resulte propicio a estados de lucidez, adjuntando un profuso
recetario que prescribía ingredientes adecuados para inducir dicha plétora y
aprovechar entonces para copular. Las recetas más citadas eran los saltados de
distintos tipos de vegetales, en aceite de oliva y salsa de soja, acompañados
con spaghettis al dente. Al rato, a
Arnoldo la lectura comenzó a resultarle tan extravagante, como absurda y tediosa. Dejó el libro en el lugar que lo
había encontrado. Se fue a su habitación en la planta baja, dispuesto a dormir.
Recién
con las primeras luces de la mañana se produjo el regreso. Arnoldo se
sobresaltó al escuchar los ruidos apagados de la puerta cancel, pero se
tranquilizó al escuchar el golpe del bastón arrojado en el bastidor. Era el tío
Arístides. Arnoldo se levantó con sigilo, sin calzarse se acercó a la puerta
entreabierta de su habitación y espió mirando hacia la sala. Vio que Arístides
se acercó a la biblioteca, y se llevó una mayúscula sorpresa al ver que buscó y
retiró el libro de Reinert. Se
acomodó después en su sillón individual y se puso a hojearlo. Arnoldo vio que
su tío buscaba algo en particular, repasaba con dedicación las hojas
constatando párrafos en ubicaciones precisas. En un momento dado pareció
encontrar lo que buscaba. Vio que se concentró en un lugar del texto y que lo
leía con vivo interés. Mientras avanzaba en la lectura hacía gestos de
afirmación con su rostro encendido. De pronto vio cómo su tío se acercaba el
libro y daba un beso a la página en ese lugar. Vio también que a su tío le
brillaba el rostro lleno de una felicidad que parecía fluorescente, sonriendo
como niño travieso. Arnoldo se sobresaltó. Una idea inconcebible se le atravesó
por la mente como un fugaz relámpago. Pero enseguida descartó la locura. Era imposible.
Volvió a pensar. Y de pronto se estremeció nuevamente, atravesado por otra idea
más inconcebible y loca todavía, que lo paralizó como alcanzado por un rayo.
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