
Debo confesar algo. No se trata
exactamente de un pecado o delito. Jamás lo haría aquí. Solo comparto un
sentimiento que me asalta en ocasiones, como zarpazo inesperado. Cae sobre mí
como manto ominoso cuando entro a una mueblería. Me abruma inmediatamente un
tremendo sentimiento de desolación. Una angustia, una congoja. Me ocurre desde
muy joven, diría, desde niño. Largas sesiones de terapia dediqué al punto. Exploré,
con la ayuda de mi analista, la posibilidad de que, en mi niñez, algún mueblero
me hubiese hecho algún daño que quedara clavado en mi alma. O tal vez algún
accidente tapado en la profundidad de mi inconsciente, un mueble caído sobre
mí, un encierro accidental en un placard, haber sufrido terror al confundir por
la noche un ropero con un fantasma. Cansada de ensayar hipótesis, mi buena
analista arriesgó la posibilidad de que la cuestión encontrase connotación
sexual, escondida en las profundidades de mi infancia. No hubo caso. Siguió
siendo un misterio la congoja que me abruma al entrar a una mueblería. Lo
cierto es que cada vez que entro a una de ellas, como esas que se multiplican
por cientos en la Avenida Belgrano, sufro una lacerante desolación. Una
sensación de vacío, de tristeza, de perfume a maderas, pero a maderas muertas.
La frustración me acompañó largo
tiempo. Mi analista, buscando salir del atolladero, me propuso entonces dejar
de dar vueltas con ese tema y dedicarnos a otro, convencida de que las cosas
hundidas en el alma afloran solas cuando uno menos tironea de ellas. Entonces,
como buena analista que era, claro, me sugirió que hablara de mis padres y del
grupo familiar que yo recordaba de la infancia. Hablé de mis viejos, de mi
hermana, de mis tíos y primos. De esa familia enorme y estruendosa como son –o
eran en otro tiempo- las familias italianas. Y le hablé de mis abuelos. Y de
pronto lo dije, que mi abuelo era carpintero. Ah, carpintero, dijo mi analista, sin ser una exclamación,
simplemente repitió el oficio que yo mencioné. Como diciendo algo al pasar,
como posiblemente hoy haga mucho calor.
Abuelo carpintero, nieto que se siente desolado cuando ve muebles. Me preguntó
enseguida ¿qué significa para vos
desolación? Después de un breve silencio dije soledad, vacío. Aunque no es su correcta acepción, eso me sugiere. Y
me propuso enseguida una relación en diagonal, como si se tratara de la
hipotenusa en un triángulo rectángulo. Dijo: si la desolación es una soledad, un vacío vinculado a los muebles, y
los muebles al abuelo, podríamos preguntarnos ¿por qué el vacío de la
desolación no podría tal vez estar vinculado al abuelo? Yo me quedé en
silencio pensando en el abuelo, los muebles, el triángulo rectángulo y la
hipotenusa. Cerré los ojos y traté de recordar qué veía en la carpintería de mi
abuelo. Y lo recordé, le dije a mi analista: veía cosas vacías. En primer lugar el silencio eterno de mi abuelo,
vaciado de voz por los hachazos de dos guerras en su alma, una que hizo y otra
que sufrió, y el vacío del producto de su trabajo en la carpintería. Los placares,
los roperos, las alacenas y las bibliotecas que, recién hechas de agradables y
perfumadas maderas, están vacíos de vida, muertos. Como si fuesen personas sin
alma. Allí estaba la desolación, dije.
Claro, pensé, sentía, si cabe el
oxímoron: la presencia abrumadora del vacío. Eso me ocurre hoy cuando entro en
una mueblería. Vuelvo a sentir aquellas soledades y aquellos vacíos. Y, ¿sabe una cosa?, le dije de pronto a
mi analista. Qué, respondió, de esa
manera queda y desprovista de énfasis conque buscaba que yo mismo completase
mis frases truncas. Intento ser escritor,
amo leer y amo los libros. Hubo otro momento de silencio que esperó que yo
mismo llenase. Como no lo hice me empujó: ¿Entonces?
Casi enseguida respondí que los muebles vacíos que más desolación me producen,
que más sensación de soledad me producen, son las bibliotecas. ¿Hay cosa más triste que una biblioteca
vacía?, dije. Tal vez, respondió
ella, quedamente.
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