viernes, 28 de abril de 2017

RELACIONES





Cinco y media de la tarde. El viaje había sido complicado. La ruta no estaba buena y fueron varios los camiones que lentificaron la marcha. Por fin llegaron. Carmela saltó del vehículo cuando todavía no había terminado de frenar, se acomodó el guardapolvo celeste, al hombro la mochila con los insumos y corrió por la vereda en busca de la casa. Los datos del domicilio al que la enviaron se los había anotado en un papel que llevaba ahora en su mano y cada tanto revisaba, mientras buscaba la calle a donde llegar. Por fin la encontró, el nombre casi ilegible pintado sobre gastado fondo azul y ahí no más de la ochava, le indicó que esa era. Dobló. Por la altura vio que debía llegar casi hasta la esquina siguiente. Apuró el paso. Vio que a mitad de cuadra había una iglesia de alto campanario en punta, pintadas sus paredes de color crema y sus frisos y techumbres de marcado rojo ladrillo. Se paró un momento para contemplarla y encomendarse a Dios para llegar a tiempo. Vio en el estuco del frente grabado su nombre: Iglesia San Casimiro. En esa contemplación estaba cuando su rostro se llenó de horror y no tuvo tiempo de escaparle al destino. Lo último que vio fue una enorme masa de sombra que se agigantó de golpe en dirección a ella y nada más. Ochenta y nueve kilos cayeron sobre Carmela y la aplastaron contra la vereda en la que hacía solo unos segundos terminaba de leer un nombre.
 
Tres horas y media antes. La yarará reptaba invisible por entre el seco colchón de hojas muertas. De pronto se sintió agredida. Su mordedura fue repentina y furiosa ante el desprevenido pisotón. Santiago había sido llevado por su padre de furtiva caza deportiva en una zona selvática de Misiones, cerca de los Saltos del Tabay. Tras arrastrarse unos metros transido de dolor, recibió la desesperada ayuda de Miguel, su padre. Mientras éste conducía enloquecido a velocidad de rayo llamó por celular al hospital de Posadas, único en el que había suero antiofídico. Pidió auxilio a la guardia. Le dijeron que, siendo equidistante el lugar en que se encontraban y el hospital, de su domicilio en Gobernador Roca, convenía que llevase a Santiago a su casa, a donde enviarían con urgencia una paramédica que seguro llegaría al mismo tiempo. Debían aplicarle la dosis necesaria y disponían solo de unas horas. Ya en la casa Miguel depositó a Santiago en el primer sillón que encontró. La ambulancia no había llegado. Miguel volvió a llamar. El muchacho se retorcía de dolor. Su pie y su tobillo se desbocaban en una horrenda hinchazón que comenzó poniéndole la piel violácea y después cada vez más negra. No era un pie y un tobillo aquello que veían, sino un globo macilento horroroso. Más se asustaron cuando Santiago comprobó que empezaba a perder sensibilidad en el lugar de la mordedura. Miguel insistía con sus llamados telefónicos, reclamando a gritos el auxilio médico.

Cinco y cinco de la tarde. Arami Quiroga venía sufriendo el inesperado abandono desde hacía dos meses. Su corazón se había convertido en un arrugado despojo que apenas le movía la sangre por las venas. Los vecinos sabían la razón por la que podía vérselo en el solar de la ahora fría casa, tumbado sobre la mesa, debajo de la higuera, llorando y con los puños cerrados. Pero no se animaban a acercársele para compadecerlo, ni siquiera para darle una palmada en silencio. Pasaban rápido y de la situación se enteraban mirando apenas de reojo el corpachón del hombre herido, derrumbado en la gran mesa del jardín. Aunque enamorado como adolescente primerizo de su amada Irupé, Arami, católico ferviente, fue hombre siempre violento con ella y peligroso, de reacciones inesperadas, de puños y facón rápidos. Mejor seguir de largo. Esa fatídica tarde, mientras se quemaba la lengua con el agua hervida del mate, como para emparejar la quemazón que tenía en el alma, tuvo la mala suerte de mirar de pronto a la vereda cuando vio a Irupé, si bien de espaldas, alejarse del brazo de otro. El golpe fue duro. Cerró los ojos como para que se le pegasen para siempre con el río de sus lágrimas. Apiñó fuertemente sus manos buscando que las uñas le atravesasen las palmas. Imaginó que sus puños caían sobre ella. Mordió tan fuerte apretando los dientes que sus músculos maseteros se hicieron travesaños de quebracho puro. Su arrugada y transpirada frente mostró que algo pensó. Se irguió de golpe. El banco cayó hacia atrás. Arami dio media vuelta, encaró la puerta cancel y salió decidido a la vereda. Tan grande era su dolor, pero a la vez tanto la quería y tanto respetaba los mandamientos divinos, que no soportó consumar lo que en el arrebato pensó hacer. Enfiló para el lado contrario al que la había visto alejarse tomada de otro brazo.

En los alrededores de los Saltos del Tabay la selva imponente persistía indiferente. Allí seguían, como siempre, su espesura, acechanzas, misterios y belleza. El tupido follaje se mecía con el viento. El colchón de hojas y ramas seguía siendo resguardo de la pletórica y a veces peligrosa vida que habita la densidad.

Cinco y veintiséis minutos de la tarde. Llegó al atrio de la iglesia. Se paró frente a ella y observó su alta arquitectura y el imponente campanario, con su arco abierto de medio punto para que el llamado de Dios llegue a todos los habitantes de Gobernador Roca. Arami entró. No era la primera vez, conocía a la perfección los lugares y pasadizos del templo. Fue decidido hacia la pila de mármol blanco, mojó sus dedos y se persignó. Pidió perdón. Después se escabulló por un costado, abrió una puerta, se vio al pie de una comprometida escalera caracol. La encaró lentamente, como si a cada escalón pronunciase para sí una plegaria correspondiente a la cuenta de un largo rosario. Llegó por fin al campanario y a la abertura de medio punto desde la que las campanas de Dios convocaban a los roquenses. Él también los convocaría para que supieran de su dolor. Se encaramó, cerró otra vez fuertemente los ojos, apretó los puños, gritó ¡yo te quiero Irupé! -aunque ningún vecino lo oyó- y se dejó caer. Hubo repentinos gritos y expresiones de horror en la calle. De entre dos cuerpos muertos, extrañamente enredados y envueltos en sangre sobre la vereda, se derramó por entre las baldosas un líquido que saltó de unas ampollas estalladas con el golpe.


Por esos días hubo dos ceremonias fúnebres en Gobernador Roca, otra en Posadas, un padre destruido por la culpa, una mujer que recuperó su libertad, y una yarará perdida en la espesura.

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