
Cinco y media de la tarde. El
viaje había sido complicado. La ruta no estaba buena y fueron varios los
camiones que lentificaron la marcha. Por fin llegaron. Carmela saltó del
vehículo cuando todavía no había terminado de frenar, se acomodó el guardapolvo
celeste, al hombro la mochila con los insumos y corrió por la vereda en busca
de la casa. Los datos del domicilio al que la enviaron se los había anotado en
un papel que llevaba ahora en su mano y cada tanto revisaba, mientras buscaba
la calle a donde llegar. Por fin la encontró, el nombre casi ilegible pintado
sobre gastado fondo azul y ahí no más de la ochava, le indicó que esa era.
Dobló. Por la altura vio que debía llegar casi hasta la esquina siguiente.
Apuró el paso. Vio que a mitad de cuadra había una iglesia de alto campanario
en punta, pintadas sus paredes de color crema y sus frisos y techumbres de
marcado rojo ladrillo. Se paró un momento para contemplarla y encomendarse a
Dios para llegar a tiempo. Vio en el estuco del frente grabado su nombre: Iglesia San Casimiro. En esa
contemplación estaba cuando su rostro se llenó de horror y no tuvo tiempo de
escaparle al destino. Lo último que vio fue una enorme masa de sombra que se
agigantó de golpe en dirección a ella y nada más. Ochenta y nueve kilos cayeron
sobre Carmela y la aplastaron contra la vereda en la que hacía solo unos
segundos terminaba de leer un nombre.
Tres horas y media antes. La
yarará reptaba invisible por entre el seco colchón de hojas muertas. De pronto
se sintió agredida. Su mordedura fue repentina y furiosa ante el desprevenido
pisotón. Santiago había sido llevado por su padre de furtiva caza deportiva en una
zona selvática de Misiones, cerca de los Saltos del Tabay. Tras arrastrarse unos
metros transido de dolor, recibió la desesperada ayuda de Miguel, su padre. Mientras
éste conducía enloquecido a velocidad de rayo llamó por celular al hospital de Posadas,
único en el que había suero antiofídico. Pidió auxilio a la guardia. Le dijeron
que, siendo equidistante el lugar en que se encontraban y el hospital, de su
domicilio en Gobernador Roca, convenía que llevase a Santiago a su casa, a
donde enviarían con urgencia una paramédica que seguro llegaría al mismo tiempo.
Debían aplicarle la dosis necesaria y disponían solo de unas horas. Ya en la
casa Miguel depositó a Santiago en el primer sillón que encontró. La ambulancia
no había llegado. Miguel volvió a llamar. El muchacho se retorcía de dolor. Su
pie y su tobillo se desbocaban en una horrenda hinchazón que comenzó poniéndole
la piel violácea y después cada vez más negra. No era un pie y un tobillo
aquello que veían, sino un globo macilento horroroso. Más se asustaron cuando Santiago
comprobó que empezaba a perder sensibilidad en el lugar de la mordedura. Miguel
insistía con sus llamados telefónicos, reclamando a gritos el auxilio médico.
Cinco y cinco de la tarde. Arami
Quiroga venía sufriendo el inesperado abandono desde hacía dos meses. Su
corazón se había convertido en un arrugado despojo que apenas le movía la
sangre por las venas. Los vecinos sabían la razón por la que podía vérselo en el
solar de la ahora fría casa, tumbado sobre la mesa, debajo de la higuera,
llorando y con los puños cerrados. Pero no se animaban a acercársele para
compadecerlo, ni siquiera para darle una palmada en silencio. Pasaban rápido y
de la situación se enteraban mirando apenas de reojo el corpachón del hombre
herido, derrumbado en la gran mesa del jardín. Aunque enamorado como
adolescente primerizo de su amada Irupé, Arami, católico ferviente, fue hombre
siempre violento con ella y peligroso, de reacciones inesperadas, de puños y
facón rápidos. Mejor seguir de largo. Esa fatídica tarde, mientras se quemaba
la lengua con el agua hervida del mate, como para emparejar la quemazón que
tenía en el alma, tuvo la mala suerte de mirar de pronto a la vereda cuando vio
a Irupé, si bien de espaldas, alejarse del brazo de otro. El golpe fue duro.
Cerró los ojos como para que se le pegasen para siempre con el río de sus
lágrimas. Apiñó fuertemente sus manos buscando que las uñas le atravesasen las
palmas. Imaginó que sus puños caían sobre ella. Mordió tan fuerte apretando los
dientes que sus músculos maseteros se hicieron travesaños de quebracho puro. Su
arrugada y transpirada frente mostró que algo pensó. Se irguió de golpe. El
banco cayó hacia atrás. Arami dio media vuelta, encaró la puerta cancel y salió
decidido a la vereda. Tan grande era su dolor, pero a la vez tanto la quería y
tanto respetaba los mandamientos divinos, que no soportó consumar lo que en el
arrebato pensó hacer. Enfiló para el lado contrario al que la había visto
alejarse tomada de otro brazo.
En los alrededores de los Saltos
del Tabay la selva imponente persistía indiferente. Allí seguían, como siempre,
su espesura, acechanzas, misterios y belleza. El tupido follaje se mecía con el
viento. El colchón de hojas y ramas seguía siendo resguardo de la pletórica y a veces peligrosa vida que habita la densidad.
Cinco y veintiséis minutos de la
tarde. Llegó al atrio de la iglesia. Se paró frente a ella y observó su alta
arquitectura y el imponente campanario, con su arco abierto de medio punto
para que el llamado de Dios llegue a todos los habitantes de Gobernador Roca. Arami
entró. No era la primera vez, conocía a la perfección los lugares y pasadizos
del templo. Fue decidido hacia la pila de mármol blanco, mojó sus dedos y se
persignó. Pidió perdón. Después se escabulló por un costado, abrió una puerta,
se vio al pie de una comprometida escalera caracol. La encaró lentamente, como
si a cada escalón pronunciase para sí una plegaria correspondiente a la cuenta
de un largo rosario. Llegó por fin al campanario y a la abertura de medio punto
desde la que las campanas de Dios convocaban a los roquenses. Él también los
convocaría para que supieran de su dolor. Se encaramó, cerró otra vez
fuertemente los ojos, apretó los puños, gritó ¡yo te quiero Irupé! -aunque ningún vecino lo oyó- y se dejó caer.
Hubo repentinos gritos y expresiones de horror en la calle. De entre dos
cuerpos muertos, extrañamente enredados y envueltos en sangre sobre la vereda,
se derramó por entre las baldosas un líquido que saltó de unas ampollas estalladas
con el golpe.
Por esos días hubo dos ceremonias
fúnebres en Gobernador Roca, otra en Posadas, un padre destruido por la culpa,
una mujer que recuperó su libertad, y una yarará perdida en la espesura.
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