
A la novela "LAS LLAVES DEL REINO" (inédita)
Cuando un abogado ingresa a una sala de tribunales, en la que sabe que en
pocos minutos habrá de empezar un juicio del que forma parte, lo que espera
encontrar es la rutina de los preparativos. Personal acomodando micrófonos, auxiliares
repartiendo expedientes en el estrado o acomodando vasos con agua en los
lugares de cada magistrado, familiares de la víctima o del imputado en las
primeras filas empujados por la ansiedad, un policía parado en un rincón
haciendo nada. Tal vez algún colega de la contraparte repasando cansino algunos
apuntes. Esas cosas. Pura rutina. Pero cuando ese día abrí la puerta de la sala
cuarta, en el cuarto piso del palacio, lo que encontré fue un amplio salón
vacío, en agobiante silencio, a media luz y frío como si hubiese abierto la
puerta de un refrigerador. Pasada la consternación pude advertir que en
realidad estaba equivocado, la sala no estaba totalmente deshabitada. En la
segunda fila del ala izquierda de bancos, próximo al pasillo central, había un
hombre sentado, enfundado en un grueso sobretodo gris, inmóvil. Tenía la cabeza
gacha. Se lo veía adormilado, como resignado. La imagen perfecta de alguien esperando justicia, me dije. Me
acerqué cauteloso por el pasillo. Como en la vida, en las salas de los tribunales nunca se sabe
quién es amigo o enemigo. Aunque mis pasos rebotaron quebrando el silencio, no
hicieron mella en el sueño profundo del hombre. Cuando estuve a su lado saludé
con la intención de despertarlo. Buenos
días. El hombre no contestó. Me senté del otro lado del pasillo, a la misma
altura. Abrí la carpeta del caso que me esperaba, buscando repasar algunos
puntos hasta que apareciese alguien que le diera vida al teatro. Volví a
observar al hombre durmiente. Entonces algo me llamó la atención. Las solapas
de su abrigo no se movían. Me levanté, toqué suavemente su hombro y volví a
hablar. Buenos días. Tampoco así
contestó ni se movió. Lo observé atentamente. Mi cara mudó de la curiosidad a
una expresión sombría. El hombre no contestó ni se movió porque estaba muerto.
Lo probé al ejercer una leve presión en su hombro, tras lo cual se fue
inclinando despacio hacia el lado opuesto hasta terminar por desmoronarse
completamente. Quedó acostado en el banco boca abajo como borracho en una
plaza. Pero lo que tenía frente a mí no era el despojo de ninguna resaca, sino
un cadáver decúbito ventral. Ese día de mayo de 2012 sentí una vez más que los imponderables y los
azares de la vida se esconden y saltan sobre nosotros en cualquier momento y en
cualquier lugar. Juegan con nosotros. Estaba por empezar en ese lugar un juicio
en el que yo atendía a los familiares de la víctima de un homicidio, y me
encontré con una fría sala desértica, cuyo único habitante era un cadáver. En
cualquier momento se abriría una puerta e ingresaría algún funcionario, un
empleado, algún policía. Y yo ahí, parado al lado de un cadáver, reciente, que
no era el de mi caso. Puede que a cualquiera no le interese en lo más mínimo
conocer esta historia, pero si usted compró este libro me pone en la obligación
de relatársela. Aquí va.
No hay comentarios:
Publicar un comentario