viernes, 23 de junio de 2017

PRÓLOGO - VI (último de la serie)




Primer capítulo de la novela “LA VERDAD PERDIDA” (inédita)

I.

El encuentro

Salí de la parroquia por la puerta lateral. La que comunicaba las habitaciones del cura párroco con el ruidoso mundo de la plaza principal de Lomas un domingo después de la misa de once. No llevaba en las manos otra cosa que un pequeño y duro rectángulo que no superaría los doce por quince centímetros y un espesor de dos. Lo llevaba apretado como si se tratase de un inesperado tesoro.

—Leelo y las dudas que tengas después las charlamos —me dijo el padre Lorenzo con una sonrisa de maestro que intenta alternativas para evitar el engorro de las explicaciones–. Pero primero mostráselo a tus padres para ver si ellos están de acuerdo -agregó.

Corrí las dos cuadras y media que me separaban de casa con la vista fija en la tapa. Era una encuadernación de tapas firmes, de color negro brillante. Presentaba en la portada un rectángulo central de fondo blanco, satinado, más pequeño, con igual orientación. Allí se leía en letras de molde: Dígannos la verdad. No recuerdo el nombre del autor ni la editorial. A esa edad, hecha de futbol con amigos y de obligados tazones de leche con pan y manteca espolvoreada con azúcar, jamás se presta atención a esos detalles. Apenas lo abrí para repasar rápidamente algunas páginas, mientras avanzaba distraída y peligrosamente por la calle, con la atención completamente enfocada en ese único punto mágico que me acababa de regalar un cura repentinamente  transformado en cómplice. Mientras las hojas pasaban por mi dedo grande como si estuviese acomodando barajas, vi algunas figuras y dibujos esquemáticos intercalados en reveladores textos que esperaba devorar a la hora de la siesta –una siesta que jamás llegaría- que mostraban anatomías humanas y el esbozo de mujeres con sus panzas hinchadas como globos. Esperaba encontrar vedados y fascinantes secretos del mundo de los adultos, similares a los escalofríos que me invadían cuando abría furtivamente algún cajón secreto del ropero de mis padres.

—Padre Lorenzo, le quiero hacer una pregunta —Le había dicho, mientras el, de espaldas a mí, acomodaba los atuendos que acababa de vestir para el servicio.

Algún timbre especial habrá tenido mi voz, porque se dio vuelta despacio, reparó en mi postura, en mis ojos desorbitados, me miró fijo. Puso cara de esperar la peor de las preguntas que ningún cura quiere que le hagan.

—¿Cómo es que venimos? –Le pregunté a quemarropa.
Como si le hubiese pasado por delante un aire fresco primaveral su rostro perdió tensión y apoyó sobre mi hombro su mano derecha.

—¿Qué venimos de dónde? -me contestó para hacer tiempo.

—Al mundo, eso de la cigüeña y París y esas cosas. ¿Cómo es eso?
Su mano se acercó y siguió por un momento posada sobre mi hombro izquierdo, como si fuera ella la que se tomara un tiempo antes de responderme. Al rato saltó de allí a mi mejilla, me aplicó dos suaves palmadas mientras asentía sonriendo.

—¿Cuántos años tenías? —me preguntó sabiéndolo. Sobreactuó la pregunta produciendo una cómica arruga en la frente que le comprometió hasta la punta de la nariz.

—Nueve —le contesté convencido de notificarle algo importante y con un aplomo del que yo mismo me sorprendí. En aquellos tiempos tener nueve era otra cosa.

El padre Lorenzo, que ya estaba vestido solo con su larguísima sotana negra de cura raso, se dio vuelta y se dirigió hacia un enorme armario de dos puertas que se elevaba imponente a un costado de la habitación de la sacristía. Creo que en ese momento descubrí que jamás había visto ese mueble, que pasó a existir de pronto como si lo hubiese creado la mirada penetrante del sacerdote. Se detuvo un momento, como si dudase por un instante sobre lo que iba a hacer, hasta que se decidió. Asió los tiradores con firmeza y abrió las dos puertas como si se tratara de las puertas del palacio de un reino prohibido. Después del suave  chirrido de unas bisagras que habían estado dormidas desde siempre, lo que vi me llenó de una sorpresa desconocida mezclada con la certeza de estar a punto de descubrir los secretos más misteriosos del mundo. Un olor denso de cueros secos, cartones prensados y cálidos papeles viejos me invadió como una densa vaharada que hubiera estado encerrada por siglos esperando el momento de liberarse. De pronto mis ojos, mi olfato y mis tripas se ajustaron y comprendí que lo que veía eran libros. Decenas, cientos, pensé, desaforadamente, que podían ser miles. De distintos tamaños y grosores, mostraban sus lomos multicolores como si no los preocupase pudor alguno. Algunos, acostados sobre los que estaban parados, habían sido introducidos en el espacio que quedaba libre hasta el estante superior. Otros sobresalían un tanto, como encajados a la fuerza. Parecía un lugar en donde las cosas prohibidas de la vida habían decidido mantenerse apiñadas a salvo del conocimiento humano. Mis ojos no se apartaban de ese mundo de maravillas encarpetadas. Quedé hipnotizado tratando de discernir, aunque lo intuí inmediatamente, qué iba a ser lo que seguiría. Un dedo y los ojos del padre Lorenzo recorrieron juntos las hileras de varios estantes. Hasta que se detuvieron en un pequeño, casi invisible ejemplar. Encontró lo que buscaba. Lo inclinó tirando con el dedo índice desde el canto superior. Era pequeño y estaba perdido entre dos tomos inmensos, uno de color rojo, el otro amarronado. Después lo deslizó hasta sacarlo del estante, de la biblioteca y del sueño en el que me pareció debió haber estado sumergido desde el principio de los tiempos. Los grandes tomos entre los que había estado se expandieron aliviados del aplastamiento al que habían estado sometidos. El cura lo ojeó de espaldas a mí. Sentí que sus dudas tal vez siguieran carcomiéndolo. Pero de pronto, como convencido de elegir lo que mandaba Dios, se dio vuelta, se acercó y me lo extendió. Mis manos ya estaban preparadas desde antes para recibirlo.


—Tomá. Aquí está explicado todo. Leelo y las dudas que tengas después las charlamos —me dijo con una sonrisa de maestro que encontró una alternativa para evitar el engorro de dar explicaciones detalladas de verdades y nombres de cosas que ni el mismo se animaba a pronunciar—. Pero primero mostráselo a tus padres, a ver si ellos están de acuerdo.

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