
Primer capítulo de la novela “LA VERDAD PERDIDA” (inédita)
I.
El encuentro
Salí de la parroquia por la
puerta lateral. La que comunicaba las habitaciones del cura párroco con el
ruidoso mundo de la plaza principal de Lomas un domingo después de la misa de
once. No llevaba en las manos otra cosa que un pequeño y duro rectángulo que no
superaría los doce por quince centímetros y un espesor de dos. Lo llevaba
apretado como si se tratase de un inesperado tesoro.
—Leelo y las dudas que tengas
después las charlamos —me dijo el padre Lorenzo con una sonrisa de maestro que
intenta alternativas para evitar el engorro de las explicaciones–. Pero primero
mostráselo a tus padres para ver si ellos están de acuerdo -agregó.
Corrí las dos cuadras y media que
me separaban de casa con la vista fija en la tapa. Era una encuadernación de
tapas firmes, de color negro brillante. Presentaba en la portada un rectángulo
central de fondo blanco, satinado, más pequeño, con igual orientación. Allí se
leía en letras de molde: Dígannos la
verdad. No recuerdo el nombre del autor ni la editorial. A esa edad, hecha
de futbol con amigos y de obligados tazones de leche con pan y manteca
espolvoreada con azúcar, jamás se presta atención a esos detalles. Apenas lo
abrí para repasar rápidamente algunas páginas, mientras avanzaba distraída y
peligrosamente por la calle, con la atención completamente enfocada en ese
único punto mágico que me acababa de regalar un cura repentinamente transformado en cómplice. Mientras las hojas
pasaban por mi dedo grande como si estuviese acomodando barajas, vi algunas
figuras y dibujos esquemáticos intercalados en reveladores textos que esperaba
devorar a la hora de la siesta –una siesta que jamás llegaría- que mostraban
anatomías humanas y el esbozo de mujeres con sus panzas hinchadas como globos.
Esperaba encontrar vedados y fascinantes secretos del mundo de los adultos,
similares a los escalofríos que me invadían cuando abría furtivamente algún
cajón secreto del ropero de mis padres.
—Padre Lorenzo, le quiero hacer
una pregunta —Le había dicho, mientras el, de espaldas a mí, acomodaba los
atuendos que acababa de vestir para el servicio.
Algún timbre especial habrá
tenido mi voz, porque se dio vuelta despacio, reparó en mi postura, en mis ojos
desorbitados, me miró fijo. Puso cara de esperar la peor de las preguntas que
ningún cura quiere que le hagan.
—¿Cómo es que venimos? –Le pregunté a quemarropa.
Como si le hubiese pasado por
delante un aire fresco primaveral su rostro perdió tensión y apoyó sobre mi
hombro su mano derecha.
—¿Qué venimos de dónde? -me
contestó para hacer tiempo.
—Al mundo, eso de la cigüeña y París y esas
cosas. ¿Cómo es eso?
Su mano se acercó y siguió por un
momento posada sobre mi hombro izquierdo, como si fuera ella la que se tomara
un tiempo antes de responderme. Al rato saltó de allí a mi mejilla, me aplicó
dos suaves palmadas mientras asentía sonriendo.
—¿Cuántos años tenías? —me
preguntó sabiéndolo. Sobreactuó la pregunta produciendo una cómica arruga en la
frente que le comprometió hasta la punta de la nariz.
—Nueve —le contesté convencido de
notificarle algo importante y con un aplomo del que yo mismo me sorprendí. En
aquellos tiempos tener nueve era otra cosa.
El padre Lorenzo, que ya estaba
vestido solo con su larguísima sotana negra de cura raso, se dio vuelta y se
dirigió hacia un enorme armario de dos puertas que se elevaba imponente a un
costado de la habitación de la sacristía. Creo que en ese momento descubrí que
jamás había visto ese mueble, que pasó a existir de pronto como si lo hubiese
creado la mirada penetrante del sacerdote. Se detuvo un momento, como si dudase
por un instante sobre lo que iba a hacer, hasta que se decidió. Asió los
tiradores con firmeza y abrió las dos puertas como si se tratara de las puertas
del palacio de un reino prohibido. Después del suave chirrido de unas bisagras que habían estado
dormidas desde siempre, lo que vi me llenó de una sorpresa desconocida mezclada
con la certeza de estar a punto de descubrir los secretos más misteriosos del
mundo. Un olor denso de cueros secos, cartones prensados y cálidos papeles
viejos me invadió como una densa vaharada que hubiera estado encerrada por
siglos esperando el momento de liberarse. De pronto mis ojos, mi olfato y mis
tripas se ajustaron y comprendí que lo que veía eran libros. Decenas, cientos,
pensé, desaforadamente, que podían ser miles. De distintos tamaños y grosores,
mostraban sus lomos multicolores como si no los preocupase pudor alguno.
Algunos, acostados sobre los que estaban parados, habían sido introducidos en
el espacio que quedaba libre hasta el estante superior. Otros sobresalían un
tanto, como encajados a la fuerza. Parecía un lugar en donde las cosas
prohibidas de la vida habían decidido mantenerse apiñadas a salvo del conocimiento
humano. Mis ojos no se apartaban de ese mundo de maravillas encarpetadas. Quedé
hipnotizado tratando de discernir, aunque lo intuí inmediatamente, qué iba a
ser lo que seguiría. Un dedo y los ojos del padre Lorenzo recorrieron juntos
las hileras de varios estantes. Hasta que se detuvieron en un pequeño, casi
invisible ejemplar. Encontró lo que buscaba. Lo inclinó tirando con el dedo
índice desde el canto superior. Era pequeño y estaba perdido entre dos tomos
inmensos, uno de color rojo, el otro amarronado. Después lo deslizó hasta
sacarlo del estante, de la biblioteca y del sueño en el que me pareció debió
haber estado sumergido desde el principio de los tiempos. Los grandes tomos
entre los que había estado se expandieron aliviados del aplastamiento al que
habían estado sometidos. El cura lo ojeó de espaldas a mí. Sentí que sus dudas
tal vez siguieran carcomiéndolo. Pero de pronto, como convencido de elegir lo
que mandaba Dios, se dio vuelta, se acercó y me lo extendió. Mis manos ya
estaban preparadas desde antes para recibirlo.
—Tomá. Aquí está explicado todo. Leelo y las
dudas que tengas después las charlamos —me dijo con una sonrisa de maestro que
encontró una alternativa para evitar el engorro de dar explicaciones detalladas
de verdades y nombres de cosas que ni el mismo se animaba a pronunciar—. Pero
primero mostráselo a tus padres, a ver si ellos están de acuerdo.
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