viernes, 10 de marzo de 2017

PRÓLOGOS - IV




A la novela “LA ROSA AZUL” (inédita)

“Las religiones, como las luciérnagas, necesitan de la oscuridad para brillar”.
Arthur Schopenhauer

Preludio

Viernes 22 de octubre de 2004. Las diez de la noche no es horario saludable para terminar un viernes. Es demasiado. El cerebro se me había puesto denso y corría el riesgo de endurecerse como resto de Poxipol en un pedazo de cartón. Mis ojos necesitaban lubricarse después de soportar horas de brillo frente al visor de la pecé, y miles de palabras fluyendo mezcladas como una cascada sin sentido. Me debatía entre cenar solo en mi departamento o tomar una cerveza helada con buena compañía. Algo que despegase de mi cuerpo el insoportable calor húmedo de un día de fines de octubre. El tiempo luchaba entre ser los restos de otro mes que pronto pasaría al olvido y los primeros escarceos de promesas inciertas de un nuevo fin de semana. La ciudad asistía indolente a esa lid. Segura de ser ella la que siempre gana. Mientras dudaba entre la cena o la cerveza, iba engañando baldosas con paso cansino e indeciso. Me decidí, como se imaginarán, por lo segundo, hacer una previa escala en La rosa azul. Pensaba en Justina.

El bar, a mitad de camino entre mi estudio y el garage en el que guardaba el gastado Renault 19, funcionaba en una casona reciclada que había sido casco de una antigua casa quinta de la época de Rosas. Ahora era un bar incierto de dos plantas. Prometía sorpresas, siempre, hasta tarde. De ventanas abiertas con claridad a pleno durante el día, y luces tenues con ecos de pasos furtivos durante las noches. Podía ser un descanso sereno para entregarse a la lectura del diario matutino frente a un café cortado. Pero también refugio secreto de perfumes a jazmines o a rosas después de huida la tarde. Todo podía ser, según las pretensiones del cliente. En todo caso era una buena parada para cortar el encierro agobiante de la oficina y refrescarse el alma con una birra bien buena y bien fría. El semáforo me mostraba su luz roja encendida. No había vehículos a la vista. Crucé igual dando unos cuantos pasos largos. Apuré la cuadra nocturna. Estaba a unos metros del cartel que con unas sencillas vueltas de tubos de neón reproducía una rosa de color azul con el nombre del lugar. En ese momento fue cuando se abrió repentinamente la puerta del bar. Una mujer de otro tiempo salió a la vereda y me enfrentó cortándome el paso.

Así fue como empezó todo. 

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