
A la novela “LAS ÚLTIMAS CARICIAS DE UN DOLOR” (inédita)
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Di tres golpes en la mesa con la empuñadura
del bastón. Pedí silencio. Las siete personas sentadas en torno a la larga
mesa, también Adolfo, dueño de la fonda “El Rey Lear”, me observaron con
atención. El locro preparado por Jorge, el cocinero, humeaba en una enorme olla
sobre un quemador. Las copas con Cabernet lucían un brillante color ciruela. El
mismo color, de fulgor rojo sangre, que me recordaba los reflejos de una gema
cuya dueña –poco tiempo atrás- casi terminó con mi vida. Persistían algunos
murmullos. Desde la cabecera que me asignara Adolfo volví a golpear la tabla.
Dije por favor. Algunos apuraron el
trago, otros bajaron las copas sin haber bebido. El murmullo se apagó.
―Todos sabemos algo ―dije―. Pero salvo Teresa y yo, no la historia completa. Debe ser subsanado, se
impone entre amigos. Más, cuando ustedes fueron protagonistas. Por eso la
invitación a esta cena, a puertas cerradas gracias a la gentileza del dueño
―lo señalé―. Adolfo ama la comida tanto
como los libros, la poesía y las buenas historias. Más si son policiales. Hay
seis detenidos. Por ahora. No todos los que debieran estarlo. Hoy, 17 de julio,
podemos ordenar los capítulos de este caso sorprendente. Hecho de voces, de
sonidos y de sueños extraños. De una clienta que nunca tuve, de un caso que
nunca asumí, de alguien que aún después de morir siguió implorando
insistentemente mi ayuda.
―Como lo hubiera expresado Shakespeare, nosotros y la ansiedad somos
una misma cosa ―dijo Adolfo.
―Hace honor al nombre de este lugar ―agregó
Pablo.
―Vamos ―se sumó Teresa―, la gente está inquieta.
Déjense de misterios. Ariel, contá de una vez.
―Adhiero
―dijo Toribio―. Y para emular al venerado
dramaturgo inglés, invoco: “el arco
está tenso, suelte la flecha”.
Todos asintieron. Así que, mientras Jorge
comenzó a llenar los platos valiéndose de un enorme cucharón, comencé a
explicar ordenadamente los hechos, con el fin de que los presentes pudieran
armar la historia de la que ellos mismos fueron protagonistas, en muchos casos,
sin saber que lo fueron.
Pero, por consideración al lector, vale la
pena invitarlo también a esa mesa. Por supuesto, si es que le interesa saber cómo
llegamos a ese lugar, esa noche, un abogado y su secretaria, un policía, un
cantinero amante de la literatura inglesa y su esposa, su cocinero y un vendedor de videos. En tal
caso, solo debe dar vuelta la página. Si no es así, no importa, nada demasiado
importante se habrá perdido. Solo, de lo que son capaces leves rastros sobre un
vidrio. Los leves rastros que dejan las últimas caricias de un dolor.
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