Doblé la esquina y encaré la última cuadra. Las baldosas se estiraban hasta llegar a los primeros escalones del vestíbulo. La gruesa puerta de vidrio cedió y dejó que entre. Allí estaba el recibidor, la lámpara de pie, los dos sillones individuales de vieja pana verde, el revistero de hierro forjado lleno de boletas de servicios, el enorme espejo en una pared lateral y en la opuesta la reproducción de un cuadro de Quinquela. El de los que hombrean bolsas cruzando por un tablón de una embarcación a otra, mientras el atardecer pinta de rojo unos trazos de nubes a lo lejos. Son dos hombres que trabajan. Que por lo menos tienen trabajo. Llegué hasta el ascensor, a un costado de la escalera. Me decidí por ésta, algo de ejercicio no vendría mal, un tercer piso no es imposible. El felpudo de yute y sisal al pie de la puerta me dijo bienvenidos, en plural. Pero estaba yo solo. Apreté el timbre. Oí su sonido parecido al graznido de un ganso. Al rato unos pasos hechos de tacones, la mirilla que se abrió y un ojo, que desconté era el suyo, buscando comprobar la identidad de la visita. Fui en tren de consuelo. Lo imaginaba como seguro. La puerta se abrió aunque no pareció hacerlo con ansiedad. Se me presentó vencida. Estaba vestida de una manera como para proponer asistir a un discurso, a una clase de matemáticas, algo así. Podría haber sido un feliz encuentro de amor. Pero este tiempo y quienes disponen de estas horas lo hacen de hiel. Su sonrisa escueta y el leve beso en la mejilla me confirmó su zozobra, y que la alfombra solo había transmitido una palabra de compromiso, como si fuese un mero petroglifo garabateado sin convicción al pie de un peñasco. Con un gesto ella me invitó a sentarme en el sofá. Sin mirarme. Solo la mano señalando vagamente. Estaba transida por un dolor de desasosiego. Hice caso. Ella acomodó unas revistas en la mesa ratona, miró fugazmente hacia la noche del otro lado de la ventana, como para darse tiempo, como preludio improvisado para el abordaje principal. Como para alejar un poco el momento de hacer expreso el colapso. Dio media vuelta, siempre sin mirarme a los ojos, y se dejó caer en el sillón, frente a mí. Sus grandes ojos negros, de puro azabache, por fin me atacaron y me hipnotizaron. Pero no de amor en ese momento. Yo supe que no fue así, desde el momento en que, al escuchar su voz en el teléfono, me pidió que fuera por ella. Su nariz pequeña y respingada me excita mares. Su pelo castaño agresivamente revoltoso acelera mi corazón. Su piel trigueña y suave me da tibieza. Sus labios son atrevidos. Aunque en ese momento toda ella estaba hecha de doloroso abandono. Como cachorro maliciosamente abandonado, de pronto, al costado de la ruta. Entonces movió su boca para dejar decir algo. Y en ese momento sí, se produjo el disparo. Un disparo mortal que me dio en medio del pecho, me atravesó el esternón y, sin más, nos hundió en este perverso presente. Me echaron del trabajo, dijo. Fue todo lo que dijo. Fue lo que imaginé desde que oí su voz teblorosa en el teléfono. La maldición de hoy.
viernes, 3 de octubre de 2025
jueves, 11 de septiembre de 2025
"ME VOY"
Hace un rato, azarosamente, pude ver el vídeo María Eugenia Álvarez, la enfermera de Eva
Perón. https://youtu.be/k7Rg5rLjQCs?si=Re2dtXiqxzpLNyZ0 / Me
lo habían enviado por mail el 27 de julio. Fueron días complicados por el
reciente fallecimiento de mí socio Jorge, por lo que no pude verlo en ese
momento. María Eugenia es adorable. Escucharla es darse cuenta en directo y sin
sesudos análisis políticos qué era exactamente el alma del peronismo. Por qué
es un sentimiento y no una ecuación. Pero hay algo que ella, la enfermera de
Evita, relata, que me llevó a otro lado, me hizo acomodarme en el sillón como
quien se ve de pronto sorprendido por algo que barrunta misterioso.
Maria Eugenia asistió al fallecimiento de Evita. Al lado de
su última cama, acariciándole las mejillas. "Me voy", dijo que en un
momento le oyó decir a Evita. Era el 26 de julio de 1952 a las 20,24 horas.
"Yo también" le contestó María Eugenia, refiriéndose a qué también
ella se retiraría a descansar por ese día. Pero Evita insistió: "No, te
digo que me voy". Entonces Evita cerró los ojos y se durmió para quedarse
por siempre en los corazones de los humildes. Eran las 20,25 horas.
Y lo extraño del caso, que me estremeció y me hizo acomodarme
en el sillón al escuchar ese relato, que resulta ser un misterioso contacto entre ambas historias, es que tras el fallecimiento de mí socio diez días atrás de
haber recibido por mail el video de la enfermera de Evita, el 17 de julio de
2025, su compañero de habitación nos contó que esa noche, al llegar la hora del
descanso, de pronto Jorge le dijo: "Me voy". El desconocido
acompañante le contestó: "Yo también, hasta mañana", suponiendo una
despedida de buenas noches. Pero Jorge le insistió: "No, me voy". Y
allí se quedó dormido para siempre, salvo para su esposa e hijo, y para mí en
su diaria matutina alegría que me hacía comenzar el día como si oliese un
jazmín.
¿Qué ocurre en ese momento, que jamás podremos relatar a los
que sigan, que nos clava la certeza de que ya nos vamos? ¿Cómo es que lo
sabremos, en un instante preciso, fugaz e intransmisible? Tal el contacto,
misterioso, entre dos cosas tan distintas, al mismo tiempo tan iguales.
domingo, 9 de marzo de 2025
ESCUELA DEL ODIO
Adolfo, tenido como el más valiente, debía vengar la afrenta. Lo miró
fijo a David, con el rostro inclinado, el mentón apuntando al suelo y las
pupilas desbordándose por sobre los parpados superiores. Sus ojos pardos eran dos
penetrantes llamas de fuego que perforaban el espacio que los unía. En realidad
que los separaba. En realidad que fungía como frontera caliente próxima a
incendiarse. La mandíbula apretada y las fosas nasales palpitantes y
transpiradas exhibían la rabia contenida del cazador frustrado por la acción
del otro que se le había adelantado. Su alma estaba llena de odio. La presa ya
no era suya. Era de su contrincante. Lo que me hizo –hervía en
su cerebro- es una canallada intolerable. Le tocaba a Adolfo ponerse
en posición, apuntar y disparar. Pero el otro, acechando desde lo oculto, con
incalificable astucia, se le adelantó y lanzó el proyectil que pasó por sobre
su hombro y dio en el blanco con tal perfección que pareció puesto con la mano.
Para colmo -esto fue lo peor- el autor de la humillación era un moreno, judío,
de actitudes amaneradas e hijo de un pobre comerciante de baratijas en la feria
del pueblo, además comunista y protestón. Sintió que tamaña afrenta era
imposible de resolver de otra forma que mediante una mortífera estocada. Es que
no podía aceptarse que lo hiciera quedar, frente a los demás muchachos, como un
pavote incapaz de cargarse él al animal. Sorprendido por la astucia de David,
quedó como un ser inferior. Entonces fue cuando con el rostro encendido por el
odio se volteó, miró fijo al osado judío con los ojos desbordados y la
mandíbula apretada como para romperse los molares. Le apuntó a la frente.
La alarma fue general. Hubo gritos y llamados a la cordura. Pero nada lo
detuvo. Mantuvo la mira en la frente del que lo había humillado. El otro
observaba impávido la reacción desmedida del arma apuntándole. Pero él tenía la
suya: el cerebro. Al cabo de unos segundos, Adolfo tensó sus manos y sin dudar
disparó. Pero David, el hijo del pobre comerciante de baratijas venía
calculando los movimientos y los tiempos. Con velocidad digna de artes
marciales amagó moverse hacia un lado, pero como si hubiese sido un espejismo
dio un brinco de media vuelta y apareció enseguida corrido hacia el otro. El
proyectil siguió viaje, sin tocarlo, para perderse a lo lejos, indignamente, en
algún lugar del extenso pastizal. Las risotadas fueron generales. Hubo insultos
a Adolfo por su desmedida reacción y palmadas de felicitación a David por su
destreza e inteligencia.
Había
ocurrido que, a las ocho de la mañana de un cálido domingo de junio de 1897, un
grupo de chicos salieron de caza menor por las estepas que se abrían en los
alrededores de Braunau am Inn, en el viejo Imperio Austro Húngaro.
Tenían permiso de sus padres hasta el mediodía. Avanzaban en el monte buscando
víctimas para sus travesuras. Las víctimas eran esos palomones que solían
descansar en las altas ramas de los abetos o en las líneas de las alambradas
que dividían los campos. Las armas eran hondas, algunas especiales, de madera
torneada y elásticos duros que aseguraban la fuerza del impacto de las piedras
en el cuerpo del ave caída en desgracia. Otras eran más modestas, hechas con
los escasos recursos de los pobres. Pero en todo caso, siempre, más que de la
calidad del arma, de lo que se trataba era de la experiencia y la astucia del
tirador. En el grupo de chicos que esa mañana salieron de caza, estaban Adolfo
y David. Aquél volvió a su casa a las doce llorando de rabia contenida. El
otro, feliz por su hazaña y el reconocimiento logrado.
Ocurrió
después, en el verano de 1921, que Adolfo se convirtió en un encendido orador,
embargado de un odio que lo alimentaba y lo seguía carcomiendo desde lo más
profundo de sus entrañas. Odio nacido de historias, resentimientos y
frustraciones pasadas. En 1922 tenía ya una enorme cantidad de fanáticos
seguidores que odiaban a su par. Entonces se convenció de que su motor era ese
odio que portaba y que le venía de tiempos remotos de resentimientos
contenidos. Advirtió que otro odio yacía también dormido en lo más profundo del
alma sufrida de su pueblo. Juntó los dos odios y se dispuso a la locura. Yo
soy el anhelo de mi nación, se dijo. Y volvió a empuñar unas armas, que ya
no eran hondas finamente torneadas con elásticos seguros, sino el hierro de la
muerte y el fuego de las hogueras. Tenía que vengar por fin la afrenta. Pero ya
no era solo sobre aquel David, ni un moreno, un amanerado o un pobre
comerciante de baratijas en la feria del pueblo, comunista y protestón, sino
sobre millones.
Otros
Adolfos crecen hoy en el extenso pastizal de nuestro mundo y de nuestras vidas.
lunes, 13 de enero de 2025
ACLARACIÓN NECESARIA
Para los seguidores de SOLOS EN LA BIBLIOTECA.
En cada uno de mis posteos pido hagan clic en SEGUIR. Eso me ayuda para la difusión del Blog. Recientemente me han aclarado que casi todos quienes siguen mis relatos lo hacen desde el teléfono celular, que presenta un formato distinto al que se aprecia en la computadora. Allí no aparece el botón "SEGUIR".
Entonces es necesaria la siguiente recomendación para quienes quieran seguir mi Blog y usen el celular: una vez ingresados al Blog, desde el teléfono celular deben bajar hasta el último posteo que aparece, y allí encontrarán, debajo de un enlace que dice INICIO en fondo azul, un link que dice "Ver versión web". Cliqueando allí remitirá al formato original del Blog que aparece en las computadoras, fondo beige, sobre cuyo costado izquierdo, debajo de la lista de seguidores, sí aparece el enlace Seguir, sobre recuadro azul. Allí deben cliquear quienes deseen seguir mis posteos literarios.
Espero sirva la aclaración... y me sigan.
Afectuosa y literariamente
sábado, 11 de enero de 2025
EL SECRETO DE LA ROSA AZUL
miércoles, 13 de noviembre de 2024
CADÁVER EN TRÁNSITO
El tipo dio dos vueltas a la llave y abrió el cajón de la
cómoda. Sin dejar de mirarse al espejo con una cara de fin del mundo, metió la
mano y sacó el revólver Taurus calibre 38 special, guardado en su funda de
cuero impecable. Lo tenía escondido debajo de una pila de calzoncillos, bajo
llave, fuera del alcance de los pibes. Lo sacó del estuche, se miró por última
vez como para despedirse de su propia cara de agonía, y se metió un certero
tiro en la sien derecha. El proyectil salió por el otro lado dejando un
estropicio que no viene al caso detallar. Pero esta no es la historia. La
historia es otra.
Un desengaño amoroso, el descubrimiento de una traición
artera, la terrible pérdida de un ser querido, la certeza de una deuda impagable,
la responsabilidad por la ruina definitiva de su familia, la noticia de una
enfermedad fatal, un agobio existencial insuperable. Vaya a saberse. Cualquiera
de esas razones pudieron haber sido la causa de la trágica decisión. Inclusive
otra que desconozcamos. Pero eso no viene al caso, porque esclarecer sobre esa
cuestión, no es esta historia. La historia es otra.
Como en todo caso de suicidio, más si es con armas, se abre
una investigación penal. Hay que descartar la intervención de segundos, y/o de
terceros, la posible instigación al suicidio, de dónde salió el arma, en qué
lugar entró el proyectil, porque si fue en la nuca, en la espalda o con la mano
derecha en la sien izquierda, la cosa se pone rara y empieza el desfile de
familiares y últimas visitas prestando declaración testimonial, sentados en el
filo de la silla, frotándose las manos sudorosas y volcando el vaso de agua que
le pusieron delante. Pero esta tampoco es la historia. La historia es otra.
Para determinar esos detalles, hay que realizar la autopsia,
que definirá con precisión el lugar del ingreso de la bala y también el de
salida, el sentido y la dirección, la distancia desde la que se hizo el disparo,
el horario de la muerte, cuánto tiempo pasó hasta el hallazgo del cuerpo, si
había livor mortis, es decir rigor cadavérico,
a ver, si estaba duro, lo cual indica cuánto hace que murió; si el cuerpo fue
encontrado en el mismo lugar en que se produjo el disparo mortal, o fue movido
de un lugar a otro, cosa que devela dónde se advierte la acumulación de sangre,
y todo ese tipo de cosas que desentrañan (pocas veces la palabra es más
apropiada) los peritos médicos legistas sobre las frías tablas morganas, que
hay en las frías salas azulejadas de las morgues. Pero esta, esta tampoco es la
historia.
Resulta que en la morgue de la jurisdicción del departamento
judicial que le tocaba intervenir, de acuerdo al lugar donde nuestro hombre
decidió terminar con todo, frente al espejo de su cómoda, jurisdicción cuyo
nombre mantendremos en prudente reserva, no había lugar disponible para sumar
una nueva autopsia. Había seis cadáveres en fila esperando su turno. El fiscal
necesitaba información rápida y precisa, aunque fuese por teléfono, sobre
aquellos puntos clave de la investigación, caratulada provisoriamente como
“investigación causales de muerte”. Entonces, decidió disponer que se enviara
el cadáver a la morgue de la capital provincial, con carácter de urgente, y que
el médico legista que fuere, le adelantase telefónicamente esos informes
provisorios en 48 horas, y después, cuando pudiese, le enviase el definitivo
por escrito con todos los sellos que se le ocurriesen poner. Pero esta tampoco
es la historia. Esta tampoco.
La viuda del suicida estaba en la mesa de entradas de la
fiscalía, dando alaridos como posesa. Los datos de la fiscalía, su número,
titular y departamento judicial, los mantendremos en prudente reserva. Los
alaridos de la viuda, no solo estaban motivados por el dolor ante la tremenda y
horrible muerte de su marido, sino por un hecho tan increíble como insólito.
Habían pasado diez días desde que el fiscal pidió el informe al gabinete
pericial provincial, disponiendo el envío del cadáver, mediante la orden
pertinente, pero no se tenían noticias de ningún tipo. No solo sobre el informe
provisorio solicitado, sino sobre, escuchen esto, sobre el lugar donde se
encontraba el cadáver del que había decidido volarse el cerebro. El cuerpo no
estaba en la morgue del departamento judicial, cuyo nombre mantenemos en
prudente reserva, tampoco en la casa de sepelios de confianza de la viuda, a la
que ella encargó el traslado a la morgue provincial, y tampoco había llegado, y
obviamente por ello no estaba, en la morgue de la capital del estado.
Había desaparecido.
-¡¿Dónde está mi esposo, el cuerpo de mi esposo?! ¡¿Dónde
está, dónde está?! –gritaba enardecida la mujer, al mismo tiempo que golpeaba
una y otra vez la mesada de atención de la fiscalía.
-Tranquilícese, por favor, señora –intentaba decirle la
empleada- Tiene que estar en tránsito.
-¡No me tranquilizo nada! ¡¿Dónde está mi esposo?! No está
aquí, no está allá, no está en ningún lado, ¿en tránsito de dónde a dónde?, en
todos lados me dicen que no lo tienen o que no llegó.
-Tranquilícese señora, por favor. Voy a hablar con el fiscal.
Ya va a aparecer –decía la empleada.
Escena más patética resulta inimaginable. Se ha esfumado un
cadáver en tren de ser autopsiado, entre una jurisdicción desbordada y otra
requerida.
Pero esta, aunque turbadora de por sí, esta tampoco es la
historia.
Después de que el fiscal diera la orden de traslado del
cuerpo a la morgue provincial, por falta de espacio en la propia, mediante
entrega a la comisaría interviniente del oficio respectivo, para ser entregado
a la casa de sepelios de confianza de la viuda, a fin de que dicha empresa
fúnebre se hiciera cargo del traslado del cuerpo, el comisario que recibió el
oficio lo leyó detenidamente. Después lo dejó sobre su escritorio y marcó un
número en su teléfono celular. Era de la casa de sepelios con la que trabajaba
su seccional. Después hizo traer a la viuda a su despacho.
-Señora, el traslado a la capital provincial tendrá que
hacerse con esta empresa fúnebre –le dijo el comisario al tiempo que le
entregaba una tarjeta con el nombre, digamos que se llamaba Velatorios La taquería Express, con indicación del teléfono y dirección -es la
única que está en condiciones de hacer este tipo de traslados con intervención
judicial. La que usted propone no está habilitada –agregó el comisario.
-No entiendo –dijo ella- El fiscal no me hizo al respecto
indicación de ningún tipo.
-Se le habrá pasado –dijo el, conminándola a que se retirase
rápido y fuera a la cochería indicada.
La mujer agarró la tarjeta y salió atribulada de la
comisaría.
En Velatorios La
taquería Express, la atendió un señor de traje oscuro, de mediana estatura,
algo encorvado, de piel sumamente blanca y casi calvo, que se parecía a José
López Rega. Cuando vio la tarjeta produjo una sonrisa de medio lado y estuvo a
punto de caérsele una línea de saliva, como cuando un perro oye moverse un
plato con algún resto de comida.
-¿Dónde está el muchacho? –le preguntó a la mujer como si se
tratase de algo gracioso. La mujer estuvo a punto de echarse a llorar. El tipo
intentó ponerle la mano en un hombro, como para parecer amable. Ella se retiró
en un acto reflejo como si se le hubiese acercado un lagarto. Se repuso y le
contestó que el cuerpo estaba en la morgue de la jurisdicción, esperando ser
retirado, porque allí no había más lugar.
El sujeto calvo con pinta de López Rega abrió la boca y echó
una parrafada.
-La búsqueda a la morgue local, el traslado a la capital, el
retiro y devuelta a la jurisdicción tras la autopsia, para ser inhumado, son un
millón quinientos sesenta mil pesos, transferidos con anterioridad al servicio
–dijo el lagarto de un tirón, de manera monocorde, como si le hubiesen
preguntado la hora.
La mujer se sobresaltó. Se espantó ante lo que había
escuchado. Ni por asomo tenía semejante dinero, menos aún disponible por
completo de manera inmediata.
-¡Pero cómo, es una orden judicial, ¿cómo que tengo que pagar
eso? ¡Mi cochería ni de cerca me habló de semejante suma!
-Lo siento, no sé qué decirle. Son las condiciones –replicó
el lagarto.
-¡Serán las condiciones que arreglan entre el comisario y
ustedes! –le gritó ella, se dio media vuelta y se retiró de Velatorios La taquería Express. Volvió a
la comisaría, y no más en la recepción pidió que le dijesen al comisario que el
traslado se haría con su cochería de confianza, que era una vergüenza que hiciesen
negocios aprovechándose de estas situaciones. El agente de guardia levantó el
teléfono, pidió con el comisario y le transmitió la novedad.
Al otro día alguien retiró el cadáver de la morgue local. La
que no tenía más espacio. Y a los diez días estaba la viuda golpeando la mesa
de entradas de la fiscalía dando gritos y preguntando dónde estaba su esposo, mejor
dicho el cuerpo de su esposo, que no aparecía por ninguna parte. Y la empleada
diciéndole, nerviosa:
-Tranquilícese, por favor, señora. Tiene que estar en tránsito.
Ah, perdón. Casi se me pasa. En nuestro sistema judicial y
policial, hay cadáveres cuyos casos se investigan, que no están en ninguna
morgue, sirven para hacer negocios y solo están en tránsito. Esta es la
historia.
lunes, 28 de octubre de 2024
RIZOMA
Cinco y media de la tarde y un viaje complicado. Por fin llegaron. Carmela saltó del vehículo cuando no había terminado
de frenar, se acomodó el guardapolvo celeste, al hombro la mochila con los
insumos y corrió en busca de la casa cuyos datos llevaba garabateados en una hoja arrancada a la agenda. Por fin la
encontró, el nombre de la calle casi ilegible pintado sobre la ochava. Dobló. Por la altura sería casi en la esquina siguiente. Apuró el paso. A mitad de cuadra había
una iglesia de alto campanario en punta, paredes color crema, frisos y techumbres de rojo ladrillo. Se paró un momento para
contemplarla y encomendarse a Dios para llegar a tiempo. Vio en el estuco del
frente grabado el nombre: Iglesia San Casimiro. En esa
contemplación estaba cuando su rostro se llenó de horror y no tuvo tiempo de
escaparle al destino. Lo último que vio fue una enorme masa de sombra que se
agigantó de golpe en dirección a ella y nada más. Ochenta y nueve kilos cayeron
sobre Carmela y la aplastaron contra la vereda.
Tres horas antes la yarará reptaba invisible
por entre el seco colchón de hojas muertas. De pronto se sintió agredida. Su
mordedura fue repentina y furiosa ante el desprevenido pisotón. Santiago había
sido llevado por su padre de furtiva caza deportiva en una zona selvática de
Misiones, cerca de los Saltos del Tabay. Tras arrastrarse unos metros transido
de dolor, recibió la desesperada ayuda de Miguel, su padre. Mientras éste
conducía enloquecido a velocidad de rayo llamó por celular al hospital de
Posadas, único en el que había suero antiofídico. Pidió auxilio a la guardia.
Le dijeron que convenía llevar a Santiago al hospital de su domicilio, en Gobernador Roca, a donde con urgencia enviarían una paramédica que llegaría al
mismo tiempo. Debían aplicarle la dosis necesaria y disponían solo de unas
horas. Ya en la casa, Santiago aguardó en un sillón. La ambulancia no había llegado. Miguel volvió a llamar. El muchacho
se retorcía de dolor. Su pie y su tobillo se desbocaban en horrenda
hinchazón. La piel primero violácea, después negra.
No era un pie ni un tobillo, sino un tremendo globo macilento, ya casi insensible. Miguel insistía reclamando a gritos el auxilio médico.
Cinco y cinco de la tarde. Arami Quiroga no dejaba de sufrir el
inesperado abandono. Su corazón era un
arrugado despojo de dolor. Los vecinos
sabían por qué se lo veía en el solar de la ahora fría casa,
tumbado sobre la mesa, debajo de la higuera, llorando con los puños cerrados. No se animaban a acercársele para compadecerlo, ni para darle una
palmada en silencio. Aunque enamorado como adolescente primerizo de su amada Irupé, Arami,
católico ferviente, fue hombre siempre violento con ella, de
reacciones inesperadas, de puños rápidos. Mejor seguir de largo. Esa
fatídica tarde, mientras se quemaba la lengua con el agua hervida del mate,
como para emparejar la quemazón que tenía en el alma, tuvo la mala suerte de
mirar de pronto a la vereda cuando vio a Irupé de espaldas, alejarse
del brazo de otro. El golpe fue duro. Cerró los ojos como para que se le
pegasen para siempre, apiñó fuertemente sus manos buscando
que las uñas le atravesasen las palmas. Mordió tan fuerte apretando los dientes que sus músculos maseteros se hicieron
travesaños de quebracho. Su arrugada frente dejó entrever que algo oscuro pensó. Se irguió, el banco cayó hacia atrás. Arami encaró la puerta y salió decidido a la vereda. Tan grande era su dolor,
pero a la vez tanto la quería y tanto respetaba los mandamientos divinos, que
no soportó consumar lo que en el arrebato había pensado. Enfiló para el lado
contrario al que la había visto alejarse tomada de otro brazo.
En los alrededores de los Saltos del Tabay la selva imponente
persistía indiferente. Allí seguían, como siempre, su espesura, sus acechanzas, sus misterios y su belleza. El colchón de
hojas y ramas seguía siendo resguardo de la pletórica y a veces peligrosa vida
que habita la densidad.
Cinco y veintiséis minutos de la tarde. Arami llegó al atrio de la
iglesia. Se paró y observó su alta arquitectura, y allá arriba el imponente
campanario para que el llamado de Dios
llegue a todos los habitantes de Gobernador Roca. Arami entró. Conocía a la perfección los lugares y los pasadizos. Fue hacia la pila bautismal, mojó sus dedos y se persignó. Pidió
perdón. Después se escabulló por un costado y encaró la escalera caracol, haciendo de cada escalón la cuenta de un largo
rosario. Llegó al campanario y a la abertura de medio punto desde la
que las campanas de Dios convocaban a los roquenses. Él también los convocaría
para que supieran de su dolor. Se encaramó, cerró fuertemente los
ojos, apretó los puños, gritó ¡yo te quiero Irupé! -aunque
ningún vecino lo oyó-, y se dejó caer. Hubo gritos y expresiones de
horror. De entre dos cuerpos muertos que hubo en la vereda, extrañamente enredados y
envueltos en sangre, se derramó además por entre las baldosas un
líquido que saltó de unas ampollas medicinales estalladas con el golpe.
Por esos días hubo dos ceremonias fúnebres en Gobernador
Roca, otra en Posadas, un padre destruido por la culpa, una mujer que recuperó
su libertad, y una yarará perdida en la espesura.