Doblé la esquina y encaré la última cuadra. Las baldosas se estiraban hasta llegar a los primeros escalones del vestíbulo. La gruesa puerta de vidrio cedió y dejó que entre. Allí estaba el recibidor, la lámpara de pie, los dos sillones individuales de vieja pana verde, el revistero de hierro forjado lleno de boletas de servicios, el enorme espejo en una pared lateral y en la opuesta la reproducción de un cuadro de Quinquela. El de los que hombrean bolsas cruzando por un tablón de una embarcación a otra, mientras el atardecer pinta de rojo unos trazos de nubes a lo lejos. Son dos hombres que trabajan. Que por lo menos tienen trabajo. Llegué hasta el ascensor, a un costado de la escalera. Me decidí por ésta, algo de ejercicio no vendría mal, un tercer piso no es imposible. El felpudo de yute y sisal al pie de la puerta me dijo bienvenidos, en plural. Pero estaba yo solo. Apreté el timbre. Oí su sonido parecido al graznido de un ganso. Al rato unos pasos hechos de tacones, la mirilla que se abrió y un ojo, que desconté era el suyo, buscando comprobar la identidad de la visita. Fui en tren de consuelo. Lo imaginaba como seguro. La puerta se abrió aunque no pareció hacerlo con ansiedad. Se me presentó vencida. Estaba vestida de una manera como para proponer asistir a un discurso, a una clase de matemáticas, algo así. Podría haber sido un feliz encuentro de amor. Pero este tiempo y quienes disponen de estas horas lo hacen de hiel. Su sonrisa escueta y el leve beso en la mejilla me confirmó su zozobra, y que la alfombra solo había transmitido una palabra de compromiso, como si fuese un mero petroglifo garabateado sin convicción al pie de un peñasco. Con un gesto ella me invitó a sentarme en el sofá. Sin mirarme. Solo la mano señalando vagamente. Estaba transida por un dolor de desasosiego. Hice caso. Ella acomodó unas revistas en la mesa ratona, miró fugazmente hacia la noche del otro lado de la ventana, como para darse tiempo, como preludio improvisado para el abordaje principal. Como para alejar un poco el momento de hacer expreso el colapso. Dio media vuelta, siempre sin mirarme a los ojos, y se dejó caer en el sillón, frente a mí. Sus grandes ojos negros, de puro azabache, por fin me atacaron y me hipnotizaron. Pero no de amor en ese momento. Yo supe que no fue así, desde el momento en que, al escuchar su voz en el teléfono, me pidió que fuera por ella. Su nariz pequeña y respingada me excita mares. Su pelo castaño agresivamente revoltoso acelera mi corazón. Su piel trigueña y suave me da tibieza. Sus labios son atrevidos. Aunque en ese momento toda ella estaba hecha de doloroso abandono. Como cachorro maliciosamente abandonado, de pronto, al costado de la ruta. Entonces movió su boca para dejar decir algo. Y en ese momento sí, se produjo el disparo. Un disparo mortal que me dio en medio del pecho, me atravesó el esternón y, sin más, nos hundió en este perverso presente. Me echaron del trabajo, dijo. Fue todo lo que dijo. Fue lo que imaginé desde que oí su voz teblorosa en el teléfono. La maldición de hoy.
viernes, 3 de octubre de 2025
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Ciro querido, no dejas de sorprender!!!!
ResponderEliminar