jueves, 19 de noviembre de 2020

LA RED




Las redes son como la vida. Los hilos se extienden, de pronto se encuentran, se anudan, se alejan y vuelven a encontrarse.

I

Después de fregarse las suelas de los zapatos en la alfombrita embebida en desinfectante –ahora le decían sanitizante- introdujo la llave en la puerta, la giró y abrió. Lo recibió la oscuridad serena con olor a maderas y gruesos libros de tapas encuadernadas de su despacho. Colgó el abrigo en el perchero próximo a la puerta, y tras cerrarla encendió la luz. Se encaminó hacia su escritorio. Lo hizo como soldado viejo entregado a enfrentar los imprevistos de un día más de batalla, de ese turno agobiante que venía cayendo sobre su espalda cansada. Abrió las cortinas del ventanal que se extendía detrás de su sillón de emperador. El día se anunciaba luminoso. Las primeras caricias de la primavera incipiente. Hubiera querido tener frente a sí la vista de un lago rodeado de cipreses sobre un fondo de cerros nevados. Pero su paisaje era el del centro de una ciudad llena de toscos edificios con techos descuidados y calles ruidosas. Por lo menos el cielo estaba celeste a pleno, y pese al perseverante frío, la primavera ya se anunciaba con su tozuda prepotencia. Apartó el sillón y se desplomó echando un suspiro de resignación. El tedioso trabajo diario hay que enfrentarlo, es la mejor manera de sacárselo de encima. Lo primero que hizo fue dar vuelta la hoja de la agenda de escritorio del día anterior y fijarse qué tenía para ese día, jueves 24 de setiembre de 2020. Pedir turno al cardiólogo, y a las 11 horas visita del oficial inspector Tancredo Gómez de la policía de la ciudad, Comisaría de San Telmo. Investigaba un robo con armas seguido de muerte que no terminaba de esclarecer. Después volvió la vista a lo que tenía en frente. Vio tres expedientes sobre el escritorio, que seguramente le dejó Diolini, su secretario, a primera hora. Los casos nuevos del día. Era algo así como la correspondencia del día, colocados como naipes superpuestos por la mitad. La costumbre del secretario para que el juez pudiese apreciar la magnitud de lo que le esperaba de un primer pantallazo. En ese momento no supo por qué, lo atravesó un presentimiento, tampoco de qué. En el intercomunicador apretó el botón del empleado de maestranza que apareció a los pocos minutos. Al abrir la puerta Lorenzo, su buenos días doctor quedó muerto debajo de un estridente bocinazo proveniente de la calle. Por su característica era de un colectivo.  Eduardo Ormigliana produjo un gesto de fastidio.

-No entiendo por qué el municipio no controla esos bocinazos insoportables y aplica el código contravencional.

Lorenzo asintió y dijo algo por lo bajo, seguramente ratificando obsecuente el reclamo del juez. Éste se repuso y abandonó esa cuestión como si no hubiese sucedido.

-Buen día Lorenzo, ¿me prepara un mate? Por favor.

-Cómo no doctor. Enseguida.

Lorenzo salió del despacho cerrando la puerta con tal cuidado que nada se oyó.

Después de revisar su celular y bajarle el volumen lo dejó a un lado y se dispuso a ver qué le esperaba. El turno venía denso de robos en banda y homicidios. La mayoría asesinatos intrafamiliares. Los tipos se están volviendo locos. La cuarentena estaba haciendo estragos, no solo por los infectados y muertos sino por la locura que se había desatado con el obligado encierro. Volvió a sobrevolar sobre los tres expedientes superpuestos que le había dejado Diolini. Entonces sucedió. El primero que vio lo dejó de piedra. Leyó dos veces la carátula. Apartó los otros dos que estaban debajo y se dedicó a éste con ávida atención. Como cuando se encuentra una caja fuerte oculta en algún lugar inesperado y todo lo demás se transforma en secundario. El apellido era inconfundible, Michalsky. Pero además la coincidencia de los nombres de pila. De no ser en quién pensó inmediatamente se trataría de un excepcionalísimo caso de homonimia. Lukasz Wilfredo. Era sin duda alguna el Polaco Lucas. La carátula, escrita con marcador negro por el empleado de mesa de entradas, decía Abuso sexual agravado. En ese momento, inmediatamente después de dos golpecitos en la puerta de su despacho, no de pedido de permiso sino de sumiso anuncio, entró Lorenzo con la bandeja.

II

El colegio era un desastre. El rector estaba enfermo y la dirección no acertaba en organizar el año lectivo, el plantel de docentes y mucho menos los celadores mantener la disciplina de los alumnos. La sociedad estaba convulsionada, sufriendo una dictadura militar que se debatía entre la represión abierta y el intento de negociar una salida electoral sin Perón, y si fuese posible sin Peronismo. Además, era mayo de 1969, mes del Cordobazo. El alboroto social se reproducía en pequeño en todos lados, también en el colegio privado en el que cursaba su quinto año de bachillerato Eduardo Ormigliana. El pupitre de atrás de Ormigliana lo ocupaba uno que había llegado casi al tope de amonestaciones, una especie de potrillo desbocado que pintaba para delincuente. Pero los viejos eran adinerados, se decía que tenían campos. Por eso le tenían contemplaciones. Pibe flaco pero más alto y huesudo que Ormigliana. De apellido difícil, le decían Polaco Lucas, porque su primer nombre era Lukasz, que significa Lucas en polaco. Un día había arrancado el gancho de su pupitre para colgar el portafolios y se lo arrojó a la profesora de inglés que escribía en ese momento en el pizarrón la conjugación del verbo to remember. No la ensartó de casualidad. La parte filosa del gancho le pasó a milímetros de la hermosa cabellera rubia y se clavó en la primera eme de remember. Fue el hecho por el que se acabó la contemplación y terminaron echándolo del colegio. El desenlace hizo que Ormigliana lo disfrutase particularmente. Lo tenía harto desde el año anterior, en que la fatal organización de los asientos lo había colocado por primera vez justo delante del energúmeno. En las futuras reuniones de egresados hubo algunas vagas noticias sobre el Polaco Lucas. Una vez, pasados varios años, alguien habló de un robo, de que habría estado preso, no se sabía dónde ni detalles, como tampoco qué fue de él. Los años que siguieron nunca nadie volvió a saber ni hablar del Polaco Lucas. Tampoco Ormigliana. Hasta el 24 de setiembre de 2020. Antes de abrir el expediente para leerlo, Ormigliana se cebó un mate, se respaldó y mientras saboreaba el néctar de la yerba nueva, se hundió en recuerdos que le fueron imposible evitar. Recuerdos desagradables. Ominosos.

Desde el primer día que lo tuvo sentado detrás de él comenzaron los acosos. Repentinos cachetazos en la cabeza, alfilerazos en los costados, le tiraba repentinamente del costado de la carpeta mientras Ormigliana escribía, que iba a parar al suelo con un desparramo de hojas. Tirones de pelo y lo peor, escupitajos. El Polaco Lucas tenía la habilidad de juntar saliva en el dedo medio y lanzarla con un sacudón de la mano. La parte trasera del blazer terminaba llena de asquerosos lamparones que después era difícil explicar en casa su origen, para evitar la intervención de los viejos en la escuela, cosa por demás vergonzante. Varias veces Ormigliana, pese a ser más menudo, le paró el carro y hasta le metió unas piñas. Pero el tipo era como una especie de zombi que no reaccionaba. Se comía las represalias cual muñeco idiota –en verdad lo era bastante- y al poco rato volvía con sus agresiones polimorfas, sonriendo para adentro como una especie de oligofrénico, ji ji ji, y repitiendo como rumiante una palabra que parecía salir de un poseído: más, más. No era a Ormigliana al único que molestaba, pero con él tenía un ensañamiento especial, tal vez por la proximidad, o porque era más chico. El resto de los muchachos le tenían una mezcla de repudio y cuidado. Tipo raro, ensimismado, callado, no participaba de las indisciplinas habituales del resto de los alumnos, generalmente bromas a los profesores o líos y rabonas planificados en conjunto. El Polaco Lucas era raro, diseñaba y practicaba sus propias maldades, ajeno a los demás, pero que iban dirigidas hacia sus propios compañeros, más que a los profesores y celadores. Siempre masticando quedamente sus más, más, como si buscase gozar con la ejecución de más daños, reclamándose a sí mismo más acciones. Era peligroso. No obstante, muchas veces la ligó fuerte a la salida. Y una de esas fue la de Ormigliana. Un día éste percibió que caminaba por la vereda muy cerca, por detrás, y se dio cuenta que le estaba escupiendo la espalda al tiempo que le gruñía por lo bajo Ormigliana, Ormigliana, agarrame la banana, como muchas veces le susurraba desde el asiento de atrás. Uno de los escupitajos le dio a Ormigliana en la oreja. El asco fue tremendo y el detonante de su reacción. Se dio media vuelta y se le fue encima al Polaco Lucas con virulencia de gato enfurecido sobre perro molesto, y cayeron los dos al piso en el acto, Ormigliana arriba. Los puñetazos le salieron con una furia incontenible como disparados por un fusil a repetición. Todos a la cara del Polaco Lucas, agarrado tan de sorpresa que no llegó ni a poner las manos por delante. El cráneo del Polaco Lucas rebotaba en las baldosas vainilla una y otra vez. No era una cara sino un masacote sanguinolento la del Polaco Lucas. Hubo gritos de compañeros de dale, matalo, otros de pará, pará. Y la cosa no terminó en homicidio gracias a que un auto frenó bruscamente, del que bajó un tipo que iba con su esposa que lo sacó a Ormigliana de encima del Polaco Lucas. El tipo dijo de pronto: cuando vi que empezó la pelea dije el grandote lo va a matar al pibe, y después dije hay que sacarlo al chiquito que lo va a matar al grandote.

III

Después de esa paliza el Polaco Lucas se calmó con Ormigliana. Por unos días. Sumado a que otros compañeros lo encararon y lo apretaron fuerte: si volvés a molestar a Ormigliana o a cualquiera de nosotros no salís vivo. Que te quede claro. La cosa funcionó, aunque se potenció su virulencia contra los profesores, más, más, ji ji ji, y así fue como vino lo del gancho disparado a la profesora de inglés y su expulsión. Pero antes de esto pasó algo más con Ormigliana. Tremendo. Un día, a la salida del colegio, cuando Ormigliana había caminado distraído unas tres cuadras, dobló como lo hacía siempre por la calle de su casa, por la que tenía que recorrer cuatro más hasta llegar a destino. Ahí no más al doblar, a unos veinte metros, había una obra en construcción, parada hacía tiempo. Cercos de maderas llenas de graffittis y afiches publicitarios, y una puerta de chapa provisoria para el ingreso de los albañiles. Hacía rato estaba roto el candado que le habían dejado. Por la puerta entreabierta Ormigliana varias veces vio personas que se habían adueñado del lugar y vivían entre cartones, colchonetas y pedazos de plásticos. Linyeras, decían. Últimamente no había visto a nadie. Hasta ese día. Vio dos tipos sentados en el suelo al pie de la puerta de chapa entreabierta, tomando mate de una lata mugrienta. Otros linyeras, se dijo. Cuando pasó frente a ellos éstos se levantaron de pronto, lo sujetaron por los brazos y lo llevaron adentro de la obra abandonada, oscura y llena de olores rancios y a mierda. Todo pasó como si fuese un relámpago. Unos gatos salieron disparados. Lo arrastraron varios metros, sujeto con fuerza por los brazos, mientras además uno de ellos lo tenía tomado con determinación por el pelo de la nuca. Su portafolios había caído sobre la montaña de un plastón de cemento seco que había al entrar. Lo hicieron arrodillar. Ormigliana se puso a llorar, pidió por favor que lo dejaran, dijo que no tenía plata, imaginó cosas horribles, se orinó encima. En eso vio corporizarse una silueta en el rectángulo que ocupaba la chapa entreabierta. Tenía la luz de frente, solo veía un recorte humano oscuro. La sombra se fue aproximando lentamente. Cuando lo tuvo tan cerca que hasta pudo oler la sarga del pantalón gris de uniforme escolar, oyó el murmullo inconfundible: Ormigliana, Ormigliana, agarrame la banana, ji ji ji. Se estremeció al límite del desmayo. Polaco hijo de mil putas. Me van a torturar. Voy a morir. En el momento en que con las pocas fuerzas que le quedaban iba a dar un grito, sintió sobre su mejilla izquierda algo frío como el pico de una botella helada de Coca Cola. No era Coca Cola. Era el caño de un revólver. El tipo que lo tenía agarrado del pelo le apretó el fierro frío contra la cara. Le susurró al oído con voz de vino barato: Pibe, si gritás o te hacés el pelotudo, un tiro en la rodilla, la que se me ocurra. Si seguís jodiendo, en la otra. Tullido para el resto de tu vida, hasta que te mueras vas a andar en silla de ruedas. ¿Qué te parece? Ya perdiste eh, no tenés salida. Así que a bancarse, quietito quietito. Así salís vivo. Ormigliana volvió a orinarse, a llorar y a transpirar como si hubiese corrido mil metros a pleno sol. Le salía agua por todos lados. El Polaco Lucas se fue desabotonando la bragueta lentamente, botón por botón, no eran entonces con cremallera. Cuando terminó sacó su pito de adolescente cargado de hormonas. Lo tenía duro como palo de escoba. Ormigliana, agarrame la banana, ji ji ji. Ormigliana se echó espantado hacia atrás. Recibió un golpazo con el fierro en el costado. Produjo un grito de dolor. El Polaco Lucas le metió el miembro duro en la boca. Ormigliana se hizo a un costado. Otro golpe. No te hagas el pelotudo, te dije, oyó a sus espaldas mientras sintió que la boca del fierro se le apoyaba en la coyuntura de la rodilla izquierda doblada.

Ormigliana no obstante reaccionó con un espontáneo rechazo. Golpe en el costado. Abrí la boca pendejo, vas a ver qué rico. El dolor en las costillas lo hizo llorar. El Polaco Lucas aprovechó para introducirle otra vez el miembro en la boca, pero ante el inmediato incontenible nuevo gesto de rechazo lo retiró enseguida temeroso de una desesperada reacción. Aunque los lúmpenes pagados para la faena lo matasen –buena guita le habían costado a su vieja, que ni se enteró-, terminar con la pija mutilada no era lo previsto. Entonces empezó a pasársela por la cara bañada en lágrimas mientras inició un suave proceso de masturbación. Ji ji ji. Ormigliana intentaba quitar el rostro a las repugnantes fregadas que iban de una mejilla a la otra, pasando por los ojos, la frente, la nariz. ¡Por favor, basta, basta! Pero la firme mano del grandote viñatero que lo tenía del pelo con furiosa decisión, y el otro que lo sujetaba del brazo, le impedían eludir la brutal ignominia. Más, más, más, gemía el Polaco Lucas y su mano apretándose el miembro iba y venía cada vez con mayor frenesí. Más, más, mamita, más, mamita, mamita, más, así, sí… sí… Hasta que le acabó a Ormigliana con unos chorros de semen que los fue repartiendo por la cara de la víctima a saltos intermitentes como salidos de la boquilla de un aspersor para jardín. Ormigliana se sacudió asqueado de modo que parecía perro al salir del agua y vomitó ahí no más. Los tipos desaparecieron. Ormigliana se cayó redondo al suelo, sobre un montón de restos de arena, revoques secos y clavos oxidados; vencido, sin fuerzas, como si le hubiesen sacado el cerebro por una oreja. En eso sintió algo tibio que le caía en el pelo, se le esparcía por el cuello y le bajaba por la cara pegada al piso. El Polaco Lucas, el hijo de puta, le estaba orinando encima. Ormigliana reaccionó con unas sacudidas y gritos tales que le provocaron una violenta conmoción.

Lo último que recordó cuando despertó fue el momento atroz de la paja del Polaco Lucas en su cara. Se levantó cómo pudo, agitado, y además del pegote espantoso que tenía encima sintió sobre sí el penetrante y acre olor a orín reseco.  Volvió a llorar con una desolación profunda de náufrago olvidado en un peñasco en medio del Pacífico. Se arrastró por la obra abandonada tratando de ubicarse. Tuvo la suerte de ver en un costado, cerca del portón de chapa, un caño sucio y doblado que brotaba del piso y remataba en una canilla. Se acercó a élla rogando que funcionase. Por lo menos tuvo esa suerte. Se quedó una hora con la cabeza bajo el fuerte chorro de agua fresca, haciéndose buches, escupiendo, dando arcadas y puteando con una furia estentórea que presagiaba consecuencias fatales para el Polaco Lucas. Pero no se cumplieron. Digamos, en lo inmediato. Por dos días no fue al colegio mostrándose descompuesto. Lo estaba en realidad. Fue en esos dos días que sucedió en el aula lo del disparo del gancho a la profesora de inglés. Cuando volvió ya no estaba. Ormigliana no lo vio más al Polaco Lucas. Hasta el 24 de setiembre de 2020, cuando vio su nombre en la tapa de un expediente en uno de los días en que su juzgado estaba de turno.


 

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