Las redes son
como la vida. Los hilos se extienden, de pronto se encuentran, se anudan, se
alejan y vuelven a encontrarse.
I
Después de fregarse las suelas de los zapatos en la alfombrita embebida en
desinfectante –ahora le decían sanitizante- introdujo la llave en la puerta, la
giró y abrió. Lo recibió la oscuridad serena con olor a maderas y gruesos
libros de tapas encuadernadas de su despacho. Colgó el abrigo en el perchero
próximo a la puerta, y tras cerrarla encendió la luz. Se encaminó hacia su
escritorio. Lo hizo como soldado viejo entregado a enfrentar los imprevistos de
un día más de batalla, de ese turno agobiante que venía cayendo sobre su
espalda cansada. Abrió las cortinas del ventanal que se extendía detrás de su
sillón de emperador. El día se anunciaba luminoso. Las primeras caricias de la
primavera incipiente. Hubiera querido tener frente a sí la vista de un lago
rodeado de cipreses sobre un fondo de cerros nevados. Pero su paisaje era el
del centro de una ciudad llena de toscos edificios con techos descuidados y calles
ruidosas. Por lo menos el cielo estaba celeste a pleno, y pese al perseverante
frío, la primavera ya se anunciaba con su tozuda prepotencia. Apartó el sillón
y se desplomó echando un suspiro de resignación. El tedioso trabajo diario hay
que enfrentarlo, es la mejor manera de sacárselo de encima. Lo primero que
hizo fue dar vuelta la hoja de la agenda de escritorio del día anterior y
fijarse qué tenía para ese día, jueves 24 de setiembre de 2020.
Pedir turno al cardiólogo, y a las 11 horas visita del oficial inspector
Tancredo Gómez de la policía de la ciudad, Comisaría de San Telmo. Investigaba un
robo con armas seguido de muerte que no terminaba de esclarecer. Después volvió
la vista a lo que tenía en frente. Vio tres expedientes sobre el escritorio, que
seguramente le dejó Diolini, su secretario, a primera hora. Los casos nuevos
del día. Era algo así como la correspondencia del día, colocados como naipes
superpuestos por la mitad. La costumbre del secretario para que el juez
pudiese apreciar la magnitud de lo que le esperaba de un primer pantallazo. En
ese momento no supo por qué, lo atravesó un presentimiento, tampoco de qué. En
el intercomunicador apretó el botón del empleado de maestranza que apareció a
los pocos minutos. Al abrir la puerta Lorenzo, su buenos días doctor quedó muerto debajo de un estridente bocinazo
proveniente de la calle. Por su característica era de un colectivo. Eduardo Ormigliana produjo un gesto de fastidio.
-No entiendo por qué el municipio no controla esos bocinazos insoportables
y aplica el código contravencional.
Lorenzo asintió y dijo algo por lo bajo, seguramente ratificando obsecuente
el reclamo del juez. Éste se repuso y abandonó esa cuestión como si no hubiese
sucedido.
-Buen día Lorenzo, ¿me prepara un mate? Por favor.
-Cómo no doctor. Enseguida.
Lorenzo salió del despacho cerrando la puerta con tal cuidado que nada se
oyó.
Después de revisar su celular y bajarle el volumen lo dejó a un lado y
se dispuso a ver qué le esperaba. El turno venía denso de robos
en banda y homicidios. La mayoría asesinatos intrafamiliares. Los tipos se
están volviendo locos. La cuarentena estaba haciendo estragos, no
solo por los infectados y muertos sino por la locura que se había desatado con
el obligado encierro. Volvió a sobrevolar sobre los tres expedientes
superpuestos que le había dejado Diolini. Entonces sucedió. El primero que vio
lo dejó de piedra. Leyó dos veces la carátula. Apartó los otros dos que estaban
debajo y se dedicó a éste con ávida atención. Como cuando se encuentra una caja
fuerte oculta en algún lugar inesperado y todo lo demás se
transforma en secundario. El apellido era inconfundible, Michalsky. Pero además
la coincidencia de los nombres de pila. De no ser en quién pensó inmediatamente
se trataría de un excepcionalísimo caso de homonimia. Lukasz Wilfredo. Era sin
duda alguna el Polaco Lucas. La carátula, escrita con marcador negro por el
empleado de mesa de entradas, decía Abuso
sexual agravado. En ese momento, inmediatamente después de dos golpecitos
en la puerta de su despacho, no de pedido de permiso sino de sumiso anuncio,
entró Lorenzo con la bandeja.
II
El colegio era un desastre. El rector estaba enfermo y la dirección no
acertaba en organizar el año lectivo, el plantel de docentes y mucho menos los
celadores mantener la disciplina de los alumnos. La sociedad estaba
convulsionada, sufriendo una dictadura militar que se debatía entre la
represión abierta y el intento de negociar una salida electoral sin Perón, y si
fuese posible sin Peronismo. Además, era mayo de 1969, mes del Cordobazo. El
alboroto social se reproducía en pequeño en todos lados, también en el colegio
privado en el que cursaba su quinto año de bachillerato Eduardo Ormigliana. El
pupitre de atrás de Ormigliana lo ocupaba uno que había llegado casi al tope de
amonestaciones, una especie de potrillo desbocado que pintaba para delincuente.
Pero los viejos eran adinerados, se decía que tenían campos. Por eso le tenían
contemplaciones. Pibe flaco pero más alto y huesudo que Ormigliana. De apellido
difícil, le decían Polaco Lucas, porque su primer nombre era Lukasz, que
significa Lucas en polaco. Un día había arrancado el gancho de su pupitre para
colgar el portafolios y se lo arrojó a la profesora de inglés que escribía en
ese momento en el pizarrón la conjugación del verbo to remember. No la ensartó de casualidad. La parte filosa del
gancho le pasó a milímetros de la hermosa cabellera rubia y se clavó en la
primera eme de remember. Fue el hecho
por el que se acabó la contemplación y terminaron echándolo del colegio. El
desenlace hizo que Ormigliana lo disfrutase particularmente. Lo tenía harto
desde el año anterior, en que la fatal organización de los asientos lo había
colocado por primera vez justo delante del energúmeno. En las futuras reuniones
de egresados hubo algunas vagas noticias sobre el Polaco Lucas. Una vez,
pasados varios años, alguien habló de un robo, de que habría estado preso, no
se sabía dónde ni detalles, como tampoco qué fue de él. Los años que siguieron
nunca nadie volvió a saber ni hablar del Polaco Lucas. Tampoco Ormigliana. Hasta el 24 de setiembre
de 2020. Antes de abrir el expediente para leerlo, Ormigliana se cebó un mate,
se respaldó y mientras saboreaba el néctar de la yerba nueva, se hundió en
recuerdos que le fueron imposible evitar. Recuerdos desagradables. Ominosos.
Desde el primer día que lo tuvo sentado detrás de él comenzaron los acosos.
Repentinos cachetazos en la cabeza, alfilerazos en los costados, le tiraba
repentinamente del costado de la carpeta mientras Ormigliana escribía, que iba
a parar al suelo con un desparramo de hojas. Tirones de pelo y lo peor,
escupitajos. El Polaco Lucas tenía la habilidad de juntar saliva en el dedo
medio y lanzarla con un sacudón de la mano. La parte trasera del blazer
terminaba llena de asquerosos lamparones que después era difícil explicar en
casa su origen, para evitar la intervención de los viejos en la escuela, cosa
por demás vergonzante. Varias veces Ormigliana, pese a ser más menudo, le paró
el carro y hasta le metió unas piñas. Pero el tipo era como una especie de
zombi que no reaccionaba. Se comía las represalias cual muñeco idiota –en
verdad lo era bastante- y al poco rato volvía con sus agresiones polimorfas,
sonriendo para adentro como una especie de oligofrénico, ji ji ji, y repitiendo como rumiante una palabra que parecía salir
de un poseído: más, más. No era a
Ormigliana al único que molestaba, pero con él tenía un ensañamiento especial,
tal vez por la proximidad, o porque era más chico. El resto de los muchachos le
tenían una mezcla de repudio y cuidado. Tipo raro, ensimismado, callado, no
participaba de las indisciplinas habituales del resto de los alumnos,
generalmente bromas a los profesores o líos y rabonas planificados en conjunto.
El Polaco Lucas era raro, diseñaba y practicaba sus propias maldades, ajeno a
los demás, pero que iban dirigidas hacia sus propios compañeros, más que a los
profesores y celadores. Siempre masticando quedamente sus más, más, como si buscase gozar con la ejecución de más daños,
reclamándose a sí mismo más acciones. Era peligroso. No obstante, muchas veces
la ligó fuerte a la salida. Y una de esas fue la de Ormigliana. Un día éste percibió
que caminaba por la vereda muy cerca, por detrás, y se dio cuenta que le estaba
escupiendo la espalda al tiempo que le gruñía por lo bajo Ormigliana, Ormigliana, agarrame la banana, como muchas veces le
susurraba desde el asiento de atrás. Uno de los escupitajos le dio a Ormigliana
en la oreja. El asco fue tremendo y el detonante de su reacción. Se dio media
vuelta y se le fue encima al Polaco Lucas con virulencia de gato enfurecido
sobre perro molesto, y cayeron los dos al piso en el acto, Ormigliana arriba.
Los puñetazos le salieron con una furia incontenible como disparados por un
fusil a repetición. Todos a la cara del Polaco Lucas, agarrado tan de sorpresa
que no llegó ni a poner las manos por delante. El cráneo del Polaco Lucas
rebotaba en las baldosas vainilla una y otra vez. No era una cara sino un
masacote sanguinolento la del Polaco Lucas. Hubo gritos de compañeros de dale, matalo, otros de pará, pará. Y la cosa no terminó en
homicidio gracias a que un auto frenó bruscamente, del que bajó un tipo que iba
con su esposa que lo sacó a Ormigliana de encima del Polaco Lucas. El tipo dijo
de pronto: cuando vi que empezó la pelea
dije el grandote lo va a matar al pibe, y después dije hay que sacarlo al
chiquito que lo va a matar al grandote.
III
Después de esa paliza el Polaco Lucas se calmó con Ormigliana. Por unos
días. Sumado a que otros compañeros lo encararon y lo apretaron fuerte: si volvés a molestar a Ormigliana o a
cualquiera de nosotros no salís vivo. Que te quede claro. La cosa funcionó,
aunque se potenció su virulencia contra los profesores, más, más, ji ji ji, y así fue como vino lo del gancho disparado a
la profesora de inglés y su expulsión. Pero antes de esto pasó algo más con
Ormigliana. Tremendo. Un día, a la salida del colegio, cuando Ormigliana había
caminado distraído unas tres cuadras, dobló como lo hacía siempre por la calle
de su casa, por la que tenía que recorrer cuatro más hasta llegar a destino.
Ahí no más al doblar, a unos veinte metros, había una obra en construcción,
parada hacía tiempo. Cercos de maderas llenas de graffittis y afiches
publicitarios, y una puerta de chapa provisoria para el ingreso de los
albañiles. Hacía rato estaba roto el candado que le habían dejado. Por la
puerta entreabierta Ormigliana varias veces vio personas que se habían adueñado
del lugar y vivían entre cartones, colchonetas y pedazos de plásticos. Linyeras, decían. Últimamente no había
visto a nadie. Hasta ese día. Vio dos tipos sentados en el suelo al pie de la
puerta de chapa entreabierta, tomando mate de una lata mugrienta. Otros
linyeras, se dijo. Cuando pasó frente a ellos éstos se levantaron de pronto, lo
sujetaron por los brazos y lo llevaron adentro de la obra abandonada, oscura y
llena de olores rancios y a mierda. Todo pasó como si fuese un relámpago. Unos
gatos salieron disparados. Lo arrastraron varios metros, sujeto con fuerza por
los brazos, mientras además uno de ellos lo tenía tomado con determinación por
el pelo de la nuca. Su portafolios había caído sobre la montaña de un plastón de
cemento seco que había al entrar. Lo hicieron arrodillar. Ormigliana se puso a
llorar, pidió por favor que lo dejaran, dijo que no tenía plata, imaginó cosas
horribles, se orinó encima. En eso vio corporizarse una silueta en el
rectángulo que ocupaba la chapa entreabierta. Tenía la luz de frente, solo veía
un recorte humano oscuro. La sombra se fue aproximando lentamente. Cuando lo
tuvo tan cerca que hasta pudo oler la sarga del pantalón gris de uniforme
escolar, oyó el murmullo inconfundible: Ormigliana,
Ormigliana, agarrame la banana, ji ji ji. Se estremeció al límite del
desmayo. Polaco hijo de mil putas. Me van a torturar. Voy a morir. En el
momento en que con las pocas fuerzas que le quedaban iba a dar un grito, sintió
sobre su mejilla izquierda algo frío como el pico de una botella helada de Coca
Cola. No era Coca Cola. Era el caño de un revólver. El tipo que lo tenía
agarrado del pelo le apretó el fierro frío contra la cara. Le susurró al oído
con voz de vino barato: Pibe, si gritás o
te hacés el pelotudo, un tiro en la rodilla, la que se me ocurra. Si seguís
jodiendo, en la otra. Tullido para el resto de tu vida, hasta que te mueras vas a andar en silla de ruedas. ¿Qué te parece? Ya perdiste eh, no tenés salida. Así que a
bancarse, quietito quietito. Así salís vivo. Ormigliana volvió a orinarse,
a llorar y a transpirar como si hubiese corrido mil metros a pleno sol. Le
salía agua por todos lados. El Polaco Lucas se fue desabotonando la bragueta
lentamente, botón por botón, no eran entonces con cremallera. Cuando terminó
sacó su pito de adolescente cargado de hormonas. Lo tenía duro como palo de
escoba. Ormigliana, agarrame la banana,
ji ji ji. Ormigliana se echó espantado hacia atrás. Recibió un golpazo con
el fierro en el costado. Produjo un grito de dolor. El Polaco Lucas le metió el
miembro duro en la boca. Ormigliana se hizo a un costado. Otro golpe. No te hagas el pelotudo, te dije, oyó a
sus espaldas mientras sintió que la boca del fierro se le apoyaba en la
coyuntura de la rodilla izquierda doblada.
Ormigliana no obstante reaccionó
con un espontáneo rechazo. Golpe en el costado. Abrí la boca pendejo, vas a ver qué rico. El dolor en las costillas
lo hizo llorar. El Polaco Lucas aprovechó para introducirle otra vez el miembro
en la boca, pero ante el inmediato incontenible nuevo gesto de rechazo lo
retiró enseguida temeroso de una desesperada reacción. Aunque los lúmpenes
pagados para la faena lo matasen –buena guita le habían costado a su vieja, que
ni se enteró-, terminar con la pija mutilada no era lo previsto. Entonces
empezó a pasársela por la cara bañada en lágrimas mientras inició un suave
proceso de masturbación. Ji ji ji.
Ormigliana intentaba quitar el rostro a las repugnantes fregadas que iban de
una mejilla a la otra, pasando por los ojos, la frente, la nariz. ¡Por favor, basta, basta! Pero la firme
mano del grandote viñatero que lo tenía del pelo con furiosa decisión, y el
otro que lo sujetaba del brazo, le impedían eludir la brutal ignominia. Más, más, más, gemía el Polaco Lucas y
su mano apretándose el miembro iba y venía cada vez con mayor frenesí. Más, más, mamita, más, mamita, mamita, más,
así, sí… sí… Hasta que le acabó a Ormigliana con unos chorros de semen que
los fue repartiendo por la cara de la víctima a saltos intermitentes como
salidos de la boquilla de un aspersor para jardín. Ormigliana se sacudió
asqueado de modo que parecía perro al salir del agua y vomitó ahí no más. Los
tipos desaparecieron. Ormigliana se cayó redondo al suelo, sobre un montón de
restos de arena, revoques secos y clavos oxidados; vencido, sin fuerzas, como
si le hubiesen sacado el cerebro por una oreja. En eso sintió algo tibio que le
caía en el pelo, se le esparcía por el cuello y le bajaba por la cara pegada al
piso. El Polaco Lucas, el hijo de puta, le estaba orinando encima. Ormigliana
reaccionó con unas sacudidas y gritos tales que le provocaron una violenta
conmoción.
Lo último que recordó cuando
despertó fue el momento atroz de la paja del Polaco Lucas en su cara. Se
levantó cómo pudo, agitado, y además del pegote espantoso que tenía encima
sintió sobre sí el penetrante y acre olor a orín reseco. Volvió a llorar con una desolación profunda
de náufrago olvidado en un peñasco en medio del Pacífico. Se arrastró por la
obra abandonada tratando de ubicarse. Tuvo la suerte de ver en un costado, cerca
del portón de chapa, un caño sucio y doblado que brotaba del piso y remataba en
una canilla. Se acercó a élla rogando que funcionase. Por lo menos tuvo esa
suerte. Se quedó una hora con la cabeza bajo el fuerte chorro de agua fresca,
haciéndose buches, escupiendo, dando arcadas y puteando con una furia
estentórea que presagiaba consecuencias fatales para el Polaco Lucas. Pero no
se cumplieron. Digamos, en lo inmediato. Por dos días no fue al colegio
mostrándose descompuesto. Lo estaba en realidad. Fue en esos dos días que
sucedió en el aula lo del disparo del gancho a la profesora de inglés. Cuando
volvió ya no estaba. Ormigliana no lo vio más al Polaco Lucas. Hasta el 24 de
setiembre de 2020, cuando vio su nombre en la tapa de un expediente en uno de los
días en que su juzgado estaba de turno.
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