I.
Sé perfectamente cuál fue el día.
En realidad la noche y su madrugada. Fue un martes en que me desperté a las
cinco cuando la oscuridad y las angustias se ciñen aún sobre las almas. Mojado
en sudor, empujado a la vigilia por una pesadilla en la que había un comisario,
un abogado, discusiones, un viaje en una lancha por un río manso y ocre como
las castañas. Había una casa desconocida y una mujer fatal que me acosaba, una
catedral que estallaba haciendo vibrar el aire como la reverberación de una
campana gigante. Esas cosas borgianas que se retuercen en los sueños y sabrá
Freud de qué se tratan. Me levanté a tomar agua y de paso a despedir otra.
Convencido de que ya no volvería a dormirme me lavé la cara, los dientes y pasé
el cepillo por el pelo encrespado tratando de convertir el revuelo astroso en
algo presentable. Me pregunté para quién. Decidí hacerme unos mates. El ruido
seseante de la pava eléctrica, parecido al de una vieja radio mal sintonizada
me recordó algo de aquella pesadilla. ¿La lancha sobre el río castaño? ¿El roce
del jean producido por el sensual caminar de Silvina, tal vez de Buni, o, por
qué no, de Nita? Me fui a la sala con el termo y el mate preparados. Levanté la
persiana y corrí las cortinas, decidido a esperar el amanecer sentado frente al
ventanal. Iba por mi cuarta cebada cuando el horizonte rojo comenzó a verse
detrás de los edificios que dan al Este. La pesadilla había sido olvidada y me
encontraba sumergido en divagaciones astronómicas cuando me sobresaltó el
timbre del departamento. Miré la hora. Seis y treinta de la mañana. Una hora
extraña y preocupante para recibir visitas. Recordé que una señora solía tocar
regularmente los timbres del edificio, en horas tempranas, pidiendo ropa usada.
Pero eso solía ser los domingos. El timbre volvió a sonar. Con un dejo de temor
di una última chupada al mate que tenía cebado, lo dejé sobre la mesa ratona y
me acerqué a la puerta.
-¿Quién es? –Pregunté en un tono
bajo y quedo.
-Ariel –contestó una voz serena,
firme, como quien se anuncia sabiendo que es esperado.
-Perdón, ¿Qué Ariel?, no sé quién
es usted. ¿Qué necesita?
Oí una risa casi sarcástica del
otro lado.
-¿Así que no sabés qué Ariel?
–Respondió después de reír. Y agregó: -¿Así que no sabés quién es Ariel?
Un frío repentino me hizo tiritar.
Sentí esos miedos irracionales que producen las apariciones misteriosas
mientras no logramos desentrañarlas con la razón. Pensé en un asalto, imaginé
un ladrón que logró traspasar la puerta de calle del edificio y llegar a mi
piso. Lo imaginé metido en un buzo oscuro con capucha que no permitía ver su
rostro y empuñando una pistola 9 milímetros.
-Disculpe, pero realmente no sé
quién es usted. No sé cómo entró al edificio, el encargado todavía no llegó…
¿quién…? Lo siento, pero no voy a abrirle y creo que voy a llamar al 911.
-Abrime y no te hagas el boludo
–oí que dijo con una voz firme y fría que me hizo sentir como si me hubiesen
pasado un cubito de hielo por la espalda.
-Pero… Perdón, ¿podrías
explicarme mejor quién sos? ¿Qué, es una joda? Cortala vos de hacerte el
boludo. ¿Quién sos? Dale…
-Ariel Giovenco. Necesito hablar
con vos, Ciro.
Ahí fue que me reí yo. Me
convencí de que algún conocido me estaba haciendo una joda. Intenté mirar a
través de la mirilla. Solo divisé una silueta a contraluz.
-¡¿Ah sí?! Mirá vos. Entonces
decime a quién conocés y te enamorás en la última novela que estoy escribiendo,
que todavía no tiene título –le contesté riéndome. Era ya evidente que era
alguien conocido haciéndome una joda.
-Daniela –dijo- Y todavía no sé qué va a pasar
con ella.
Entonces sentí como si me
estuviesen volcando una cubetera entera sobre la espalda desnuda. Nadie conocía
todavía ese borrador. Me fui hacia atrás como si hubiese visto de pronto un
espectro. Tropecé con una mesita decorativa que tengo debajo de una
reproducción de Miró, el gato de plástico que mece su mano se fue al diablo
junto con un pequeño florero con dos yerberas rojas y el agua. Casi me siento
sobre esa mesita y la rompo. Me convencí, me esforcé por convencerme, de que se
trataba de alguien que violó el ingreso a mi computadora, la contraseña de mis
archivos y aprovechó para jugarme una broma.
-Ciro, ¿pasó algo? –oí que
preguntó del otro lado. Seguramente oyó el golpe que produjeron el gato y el
florero.
Me sobrepuse y me decidí a abrir
la puerta. Obvio que era un conocido. Estaba dispuesto a putearlo. Busqué la
llave, la introduje y le di dos vueltas, después quité el seguro de cadena y
abrí con ganas esperando ver quién era el gracioso. Sentí una repentina
languidez, como si un globo se me hubiese desinflado dentro del estómago. Era
un tipo algo más alto que yo, de jean y camisa a cuadros con los dos primeros
botones desabrochados, saco de media estación marrón. Morocho, de barba apenas
despuntada y mirada penetrante. Me observaba con la cabeza algo ladeada. De
pronto comenzó a sonreír como quien se encuentra por fin con un hermano al que
no ve desde niño.
-¿Me vas a seguir teniendo aquí
fuera?
-La verdad… No te conozco –dije.
El entró, despacio, manteniendo
la sonrisa, el saco abierto hacia los costados y con los cuatro dedos de cada
mano metidos hasta la mitad en los bolsillos delanteros del jean. Paralizado lo
fui siguiendo y sentí que no podía impedirle el paso. Se dedicó a observar cada
rincón, vio el piso, se agachó y levantó el gato y el florero. Los devolvió a
la mesita.
-El agua la limpiamos después
–dijo. Y siguió observando el departamento como si buscase algo con ansiosa
curiosidad. Hasta que de pronto encontró el cuarto donde están mi biblioteca y
mi escritorio. Se recostó en uno de los pilares de la puerta y observó
detenidamente algo. Noté que lo hacía con un extraño encantamiento. Era mi
computadora. Sonrió más y agitó la cabeza como quien afirma a una pregunta que
nadie le hizo. Después se dio vuelta y se me acercó. El miedo se me había ido,
pero no el espanto.
-Quiero que hablemos –dijo.
Torpemente me di vuelta y lo
invité al comedor, a sentarnos en los sillones, frente al ventanal que ya
mostraba la mañana incipiente. Nos sentamos frente a frente. Lo miré
interrogándolo aunque sin hablar. El me observaba con igual curiosidad. Los dos
estábamos descubriéndonos, personalmente, por primera vez. Después de un rato
que se hizo intolerable me decidí a hablar.
-¿Qué… qué necesitás? ¿Qué
querés?
Volvió a sonreír con melancolía,
como alguien a quien la vida ha vencido.
-Quiero que me dejes en paz –dijo de pronto,
con la cabeza gacha pero los ojos negros apuntándome.
-¿Que te deje en paz?
-Exacto, quiero que me dejes en
paz.
-¿Cómo puedo dejarte en paz? ¿Qué
tengo que hacer?
-Dejá de escribirme, estoy
cansado.
-Sabés que estoy a mitad de una
novela…
-Dejala.
-Lo que me pedís es más fuerte
que yo.
Se acodó sobre las rodillas y se
acarició las sienes, resignado.
-Entonces hagamos un trato.
-¿Cuál?
-Que sea la última.
Respiré hondo, me recliné en el
sillón. Yo también estaba cansado. Tenía ganas de otras cosas, pero me había
encariñado con él.
-Está bien. La última.
-Solo dos cosas quiero saber.
-¿Cuáles?
-Qué va a ser de mí… Quisiera no
sufrir…
-Podría pensarlo, hay formas
rápidas y que no duelen. ¿Cuál es la otra?
-¿Qué va a pasar con Daniela?
-Eso no te lo puedo decir, Ariel.
Ni yo mismo lo sé todavía. Siempre es mejor no saber lo que traerán las olas
del mar.
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