
I
La cosa se le presentaba fácil al
Ronco Julián. En primer lugar, lo más importante, tenía cobertura de Guajardo,
el comisario de la seccional cuarta con jurisdicción en la zona. Después,
entrar en el prostíbulo, pedir por la chica o esperar, si estaba ocupada en ese
momento. No era algo que necesitase alguna preparación especial. Es cierto que
no le gustaba coger con prostitutas, con mujeres que hacen el amor
mecánicamente y fingen gemir y tener orgasmos, para peor de manera desacompasada
con el acto. Para eso la tenía a Dilma, su mujer, que hacía tiempo que le
rehuía a las relaciones como si se le hubiese achicharrado el sexo. Y cuando lo
hacía era puro compromiso que no se diferenciaba de una muñeca sexual inerme,
como esas que había traído de contrabando en un contenedor de porquerías chinas su
amigo Sebastián, que trabajaba de ayudante de un despachante de aduana.
II
Jaquelina, su nombre de guerra,
tenía veinticuatro años, blanca como la leche, no llegaba al metro setenta, bonita, bien formada, pelo corto castaño claro y solía andar por los pasillos
del departamento convertido en prostíbulo en lencería erótica de color negro.
Medias tasas que le mantenían los pechos juntos y levantados, tanguita de
encaje, medias caladas hasta la mitad de los muslos sostenidas por tiradores
desde un cinturón de ceda con moño. Eran los únicos detalles eróticos que
aceptaba, útiles para ponerse rápidamente encima su ropa de calle de estudiante
de letras, y pasar a ser, después del horario, Eliana, élla misma. Una chica
común, bien porteña, de las que se molestan si alguien las mira de más y los
compañeros de facultad buscan excusas para estudiar a Cortázar con élla. Siempre
andaba descalza en el prostíbulo, detestaba esa costumbre de sus compañeras de
andar medio desnudas, de pieza en pieza, con zapatos de taco aguja. No
necesitaba ese look de prostituta profesional de película porno para que los
clientes preguntaran por élla. Jaquelina hacía lo que quería, le gustaba
disfrutar del sexo sin compromisos, y además le servía para pagarse la carrera.
Tenía en claro que era dueña de sí misma. Militaba en una agrupación feminista
y su empoderamiento e independencia se consolidaban día a día.
III
Ronco igual tenía que cerciorarse.
El dato más importante era que Jaquelina nunca se pintaba las uñas. Las llevaba
siempre prolijas, es cierto, pero jamás pintadas. Producirse dando tono de copera de cabarute marginal, como decía ella, no le gustaba y tampoco le servía para la
rutina diaria a la que tenía que entrar ni bien salía del departamento
clandestino para ir a la facultad, turno mañana. Trabajaba con los tipos
tiernos que se imaginaban acostarse con la compañera de la oficina a la que no
se le animaban. La eventualidad de un error, el Ronco, no podía descartarla,
esas chicas se cambian de aspecto y se tiñen distinto, muy seguido. Y se
cambian de ropa. A las mujeres les gusta cambiarse de ropa seguido, pensaba,
donde sea que estén y cualquier cosa que sea a la que se dediquen. La indicación del
comisario era hacer un trabajo limpio. Una vez en la habitación, como si fuese
parte de una de las fantasías que todos terminaban reclamando, invitarla a
tomar un café allí mismo y decirle que le gustaba jugar con la borra. Vos me entendés, le dijo al Ronco
guiñándole un ojo. Las chicas estaban acostumbradas a todo tipo de propuestas
disparatadas y pervertidas, y esa era de lo más inocente a la que ella no se
habría de negar. En un descuido le metería la pastilla en el pocillo, que
tardaría algo más de una hora en hacer efecto. Tiempo suficiente. Se tomaría su café y después se iría del
lugar como cualquier cliente y listo. En algún momento extrañarían la ausencia de la chica y encontrarían el cadáver. En la comisaría se encargarían de arreglar los
resultados de la autopsia.
IV
Jaquelina hacía rato que se
quería independizar totalmente, pero por el momento seguía sufriendo los abusos
del titular de la seccional cuarta. Le exigía cada vez mayores
condicionamientos y le elevaba todas las semanas el margen de la tajada que le
quitaba. Si no te gusta trabajá más horas,
le decía. Le mandaba tipos que se hacían pasar por clientes para ver si les
pedía o aceptaba plata aparte. Todas las mañanas, rigurosamente, la esperaban a
la salida del prostíbulo. Le controlaban si llevaba algún dinero de más y por
lo tanto sospechoso. En varias oportunidades en que le revisaron la cartera y
vieron una plata que supusieron excesiva, le dieron unas cachetadas y la
dejaron sin una moneda en la vereda. Cuando no, la llevaban directamente a la
comisaría, la sometían entre varios y después le inventaban un sumario por
ejercicio de la prostitución en la vía pública que le hacía comer tres o cuatro
días en una celda de cemento de la brigada femenina, roñosa como cocina ocupada
de un edificio en construcción abandonado. Ella lo soportaba con paciencia
estoica. No tenía por el momento otra salida para vivir y seguir con sus
estudios universitarios. Hasta que un día se cansó.
-Guajardo, te vas a la reputa
madre que te parió. No dependo más de vos. No se te ocurra mandarme alguno de
tus orangutanes porque el que va a perder sos vos. Sabés que tengo cómo hacerte
cagar –Jaquelina se dio media vuelta y salió de la oficina dando un portazo.
Guajardo, serio como estatua de Sarmiento, sonrió con malicia. Acabás de limpiarte a vos misma, pendeja,
se dijo, con esa impune seguridad que le daba ser cana y además comisario.
Jaquelina contó en su agrupación
lo que hizo y pensaron juntas en los riesgos que sobrevendrían. Entre todas cabildearon,
adelantaron posibles represalias y las compañeras trazaron enseguida una
estrategia. Era fácil, solo había que sonsacarle datos a alguno de los
oficiales acerca de qué haría el comisario. Incluso a él mismo. Para ellas de manera alguna era algo difícil.
V
-Jaquelina, hay uno que pide por
vos, dice que te recomendaron. Andá a la 5.
Jaquelina estaba en la habitación
privada con otra dos chicas. Colgó el auricular, se cebó otro mate, lo sorbió
lentamente mientras sus ojos observaban hacia un costado, a un punto indefinido
del espacio. Un leve movimiento en el extremo de sus labios cerrados se pareció
a una sonrisa. Había llegado el momento. Era el día. Era la hora. Era el tipo, y
que diría que vendría recomendado. Eran los datos que sus compañeras habían
conseguido. Terminó el mate, lo dejó prolijamente al lado del termo, se acomodó
la tanguita pasando un dedo por el borde, se arregló las medias con los
tiradores a la cintura y se acomodó las tasas para que sus pechos quedasen
adecuadamente suculentos y apetitosos. Después se revolvió el pelo y se lo tiró
hacia adelante para dar un tono salvaje que a los matones los volvía locos. Saludó
a las otras dos guiñándoles un ojo. Abrió la puerta y como un transeúnte insonoro,
porque iba descalza, se fue a la 5.
Al cabo de treinta minutos se
abrió la puerta de la habitación. Salió el Ronco Julián, serio como si en vez
de haber hecho el amor hubiese tenido que leer la Biblia. Enfiló directo a la
salida y se perdió en la calle. Atrás salió Jaquelina, sonriendo, aliviada,
porque no había sido necesario que se dejase tocar por el Ronco. Había aceptado
el café y lo fue tomando de a poco, mientras el Ronco se tomaba el suyo. Cuando
vio que había dejado la tacita limpia y solo quedaba la borra, no lo dejó
hablar, le pidió que la escuchara.
-Ronco, yo sé quién sos vos y
quien te manda. Vos no viniste para coger conmigo, viniste a otra cosa –el se
puso serio y le mantuvo la mirada-. Te voy a explicar cómo son las cosas...
-Mirá nena, no entiendo lo que
decís…
-Mirá las pelotas. Te guardás lo
de nena, me escuchás y punto. A vos te mandó Guajardo para limpiarme porque le
planté mano. El viernes lo mandé a la puta que lo parió. Se terminó mi laburo
con él, me cansé de sus abusos. Ahora voy a trabajar por mi cuenta, y si quiero
y cuando quiera. Y el forro seguro te mandó para sacarme del medio por todas
las cosas que le conozco. Tengo mucha información sobre la montaña de mierda que
guarda en la mochila, y no solo de él sino también de su banda de hijos de puta -El
Ronco seguía mirándola fijo, como si estuviese hipnotizado. En sus treinta años
de sicario nunca se había encontrado con una parada semejante. Pero estaba
seguro que dentro de una hora la mina palmaría. Escuchaba tranquilo. Ella
siguió:
-Y vos en vez de venir a
liquidarme vas a hacer de mensajero. Vas a ir a la taquería, ahora mismo, y le
vas a decir a Guajardo que la última vez que me sacó toda la plata y que me
golpearon, me violaron y me hizo coger por media seccional antes de mandarme
por una semana a la brigada femenina, lo filmé y grabé todo. Decile que el
pelotudo no se dio cuenta de fijarse en el piercing que tengo en el ombligo.
¿Lo ves? Éste. Que además de piercing es una cámara oculta con micrófono
inalámbrico. Está todo grabado, mis gritos, su cara, la de todos, sus voces y
las guarangadas de cada uno de los servidores
de la ley, que afortunadamente no se privaron de explicar en detalle qué es
lo que me hacían preguntándome a cada rato si me gustaba. Decile que no me
gustó, y que si vuelve a romperme las pelotas, hay alguien que se encargará de
subir la grabación enterita a las redes, que por supuesto el no tiene idea
quién es. Chaucito, tomatelás, y gracias por el café. Y no te olvides de pagarlo cuando salgas que eso tiene costo aparte.
VI
El Ronco se levantó, se volvió a
poner los calzoncillos y los pantalones, y con la misma cara seria de
inesperado desconcierto salió de la habitación, ya vimos, como si en vez de
haber hecho el amor hubiese acabado de leer la Biblia. Eso sí, con los
genitales bien limpios. Pagó los cafés y salió del edificio con cara de perro apaleado. Llegó a la comisaría y fue directo al despacho de
Guajardo. Sin saludar siquiera le contó todo como un estudiante de secundario
que se aprendió el Mío Cid de memoria. Guajardo lo miraba serio y con una
expresión de hipnotizado, similar a la que el Ronco había puesto ante
Jaquelina. Ni bien terminó de contarle la historia al comisario, el Ronco se
apretó fuerte el estómago, se sentó en el primer sillón que tenía a mano y se
murió.
Los imprevistos y el
empoderamiento de la mujer son los que últimamente vienen marcando agenda. Uno
de los oficiales de la cuarta estaba enamorado de ella. Fue el que le avisó a
las chicas la movida que haría Guajardo. Por eso fue que luego de que les
trajeran los cafés a la habitación, y de que Jaquelina se pusiese de espaldas
por un momento con la excusa de pedirle que le desabrochase el corpiño, que él
aprovechó con un rápido movimiento de mano, el Ronco cometió el error de
aceptar el pedido de élla de que antes que nada fuese al baño a lavarse bien
con jabón antiséptico.
-Condiciones de prevención que
siempre pido – le dijo.
Lo demás no hace falta que lo explique.
excelente Ciro ,me estas entuciasmando con la literatura
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