Una fría tarde de principios de setiembre lo encontré. La
calle secundaria intransitada, húmeda, aumentaba la inclemencia. Estaba
adormecido, de una decorosa austeridad, sentado sobre las frías baldosas,
recostado contra un enorme contenedor desbordante de desperdicios. Sujetaba un
palo dormido sobre sus largas piernas. Parecía dirigir su mirada hacia adentro,
como viendo sus pensamientos. Hablaba en voz baja, silente, casi titubeante. Decía
que había dado con el último número donde terminaban todas las cantidades. No
por haber sumado, explicaba, cosa que no existe vida posible que lo logre, sino
porque me ha sido revelado. Repetía rítmicamente su hallazgo. Al atravesar, rápido
y temeroso el callejón, lo tuve de pronto ante mí. No parecía de peligro y
aminoré la marcha. Al percibir mi presencia se estremeció, tal vez desconcertado
de tener audiencia, y repitió: he logrado conocer la última cantidad, un número
cuyos dígitos no caben en todo el universo, es más grande que él y también que
la imposible suma infinita de universos. No puede por eso expresarse de manera
aritmética, pero sí alfabética. No es el gúgol de Milton, infinitamente menor,
ni tampoco su gúgolplex, o algún múltiplo de este, no nombrado todavía, todos también
infinitamente menores. He vuelto para darlo a conocer. Entonces, ¿cuál es su nombre?, pregunté,
espontáneamente y a la vez temeroso de abrir conversación con un descentrado. Se
llama cero, me respondió, como quien contesta a una pregunta retórica. Ante mi
asombro a la respuesta que consideré lunática, agregó: si el número no cabe en
la imposible suma infinita de universos, ese número final también es imposible,
no existe. Cero es no existir. Levanté las solapas de mi abrigo y continué la
marcha, podría decirse que desdeñoso. Repentinamente una fina llovizna comenzó
a caer, como tratándose de una señal. Oí que habló a mis espaldas y dijo: el
universo requiere la eternidad, pero es evidente que el número de tales
momentos humanos no es infinito. Me detuve, atónito. Giré la vista hacia él,
que acomodando su bastón continuó, esta vez sin audiencia: la eternidad, me ha
permitido… Me ha permitido conocer el nombre de ese número. Que es, claro,
igual a conocer el número. El número en que terminan todas las cantidades… Sí…
Y he podido hacerme a la idea, improbable, de que con ello he mejorado… (alzó
la mirada inútil a ningún lado), aquel viejo libro.
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