domingo, 9 de marzo de 2025

ESCUELA DEL ODIO




Adolfo, tenido como el más valiente, debía vengar la afrenta. Lo miró fijo a David, con el rostro inclinado, el mentón apuntando al suelo y las pupilas desbordándose por sobre los parpados superiores. Sus ojos pardos eran dos penetrantes llamas de fuego que perforaban el espacio que los unía. En realidad que los separaba. En realidad que fungía como frontera caliente próxima a incendiarse. La mandíbula apretada y las fosas nasales palpitantes y transpiradas exhibían la rabia contenida del cazador frustrado por la acción del otro que se le había adelantado. Su alma estaba llena de odio. La presa ya no era suya. Era de su contrincante. Lo que me hizo –hervía en su cerebro- es una canallada intolerable. Le tocaba a Adolfo ponerse en posición, apuntar y disparar. Pero el otro, acechando desde lo oculto, con incalificable astucia, se le adelantó y lanzó el proyectil que pasó por sobre su hombro y dio en el blanco con tal perfección que pareció puesto con la mano. Para colmo -esto fue lo peor- el autor de la humillación era un moreno, judío, de actitudes amaneradas e hijo de un pobre comerciante de baratijas en la feria del pueblo, además comunista y protestón.  Sintió que tamaña afrenta era imposible de resolver de otra forma que mediante una mortífera estocada. Es que no podía aceptarse que lo hiciera quedar, frente a los demás muchachos, como un pavote incapaz de cargarse él al animal. Sorprendido por la astucia de David, quedó como un ser inferior. Entonces fue cuando con el rostro encendido por el odio se volteó, miró fijo al osado judío con los ojos desbordados y la mandíbula apretada como para romperse los molares.  Le apuntó a la frente. La alarma fue general. Hubo gritos y llamados a la cordura. Pero nada lo detuvo. Mantuvo la mira en la frente del que lo había humillado. El otro observaba impávido la reacción desmedida del arma apuntándole. Pero él tenía la suya: el cerebro. Al cabo de unos segundos, Adolfo tensó sus manos y sin dudar disparó. Pero David, el hijo del pobre comerciante de baratijas venía calculando los movimientos y los tiempos. Con velocidad digna de artes marciales amagó moverse hacia un lado, pero como si hubiese sido un espejismo dio un brinco de media vuelta y apareció enseguida corrido hacia el otro. El proyectil siguió viaje, sin tocarlo, para perderse a lo lejos, indignamente, en algún lugar del extenso pastizal. Las risotadas fueron generales. Hubo insultos a Adolfo por su desmedida reacción y palmadas de felicitación a David por su destreza e inteligencia.

Había ocurrido que, a las ocho de la mañana de un cálido domingo de junio de 1897, un grupo de chicos salieron de caza menor por las estepas que se abrían en los alrededores de Braunau am Inn, en el viejo Imperio Austro Húngaro. Tenían permiso de sus padres hasta el mediodía. Avanzaban en el monte buscando víctimas para sus travesuras. Las víctimas eran esos palomones que solían descansar en las altas ramas de los abetos o en las líneas de las alambradas que dividían los campos. Las armas eran hondas, algunas especiales, de madera torneada y elásticos duros que aseguraban la fuerza del impacto de las piedras en el cuerpo del ave caída en desgracia. Otras eran más modestas, hechas con los escasos recursos de los pobres. Pero en todo caso, siempre, más que de la calidad del arma, de lo que se trataba era de la experiencia y la astucia del tirador. En el grupo de chicos que esa mañana salieron de caza, estaban Adolfo y David. Aquél volvió a su casa a las doce llorando de rabia contenida. El otro, feliz por su hazaña y el reconocimiento logrado.

Ocurrió después, en el verano de 1921, que Adolfo se convirtió en un encendido orador, embargado de un odio que lo alimentaba y lo seguía carcomiendo desde lo más profundo de sus entrañas. Odio nacido de historias, resentimientos y frustraciones pasadas. En 1922 tenía ya una enorme cantidad de fanáticos seguidores que odiaban a su par. Entonces se convenció de que su motor era ese odio que portaba y que le venía de tiempos remotos de resentimientos contenidos. Advirtió que otro odio yacía también dormido en lo más profundo del alma sufrida de su pueblo. Juntó los dos odios y se dispuso a la locura. Yo soy el anhelo de mi nación, se dijo. Y volvió a empuñar unas armas, que ya no eran hondas finamente torneadas con elásticos seguros, sino el hierro de la muerte y el fuego de las hogueras. Tenía que vengar por fin la afrenta. Pero ya no era solo sobre aquel David, ni un moreno, un amanerado o un pobre comerciante de baratijas en la feria del pueblo, comunista y protestón, sino sobre millones.

Otros Adolfos crecen hoy en el extenso pastizal de nuestro mundo y de nuestras vidas.

 

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